miércoles, 20 de junio de 2012

Valor

El valor se saca de cosas pequeñas, de diminutas tonterías. De detalles que significan algo para ti, o que lo significaron algún día.
Pequeñas cosas que te sacan una sonrisa.
Esa es la forma de seguir avanzando. Buscar algo, un motivo, una pequeña tontería que te haga pensar que vale la pena seguir peleando. Y agarrarte a ella para seguir adelante.
Una imagen, una caricia, una canción.
Cualquier cosa vale.
Cualquier cosa hermosa que te haga sonreír y sentirte en casa.

martes, 19 de junio de 2012

Silence

Hay gente que sabe bailar, gente que sabe cantar, y gente que sabe hacer las dos cosas. Tú, que no sabes hacer ninguna, siéntate en la oscuridad y mira a los que sí saben.

Cuántas veces me repitieron eso de niña. Entonces asentía, me tragaba las lágrimas, sacaba orgullo de alguna parte (es asombroso el orgullo que puede tener escondido una niña que no sabe bailar ni cantar) y me sentaba a oscuras a ver bailar y cantar a los que sí sabían.
Ahora me pregunto, ¿qué niña de cinco años sabe bailar?
Pero también es cierto que no hay muchas niñas de cinco años con una cabeza como la que tenía yo.
Así que me sentaba a oscuras, y miraba a los que sabían bailar y cantar. Dioses, cómo los envidiaba. Nadie sabe lo que yo habría dado por poder subirme a un escenario e intuir al público, allá a oscuras, mirándome. Saber que podía enseñarles algo hermoso. Que iba a hacer algo realmente bien.
Pero nunca fue así. Mis padres me apuntaron a un eterno desfile de clases; ballet, flamenco, bailes de salón, jotas. Jamás fui capaz de mover mis pies y mis brazos como ellos decían que lo hiciera, jamás me sentí nada más que una marioneta con los hilos demasiado prietos. Me gustaba moverme a solas, a oscuras, donde ni siquiera yo misma me veía. A oscuras no hay sitio para la vergüenza. A oscuras podía bailar sin miedo.
En cuanto a cantar... mi padre y mi madre jamás supieron cantar. A mí me gustaba. Me gustaba cantar, lo confieso, ¿por qué no? Me parecía lo más hermoso del mundo, las canciones. Amaba la música, amaba las palabras, ¿qué hay más hermoso que una canción?
Pero mi voz era demasiado aguda. Demasiado irritante para los oídos de mi madre, que me mandaba callar a cada momento. Con siete años ya cantaba sola sin cantar, solo moviendo los labios. Me atrevería a decir que olvidé cómo se cantaba.

Hay gente que sabe bailar, gente que sabe cantar, y gente que sabe hacer las dos cosas. Tú, que no sabes hacer ninguna, siéntate en la oscuridad y mira a los que sí saben.

Me acostumbré a ello, y me gustaba. Esconder mi descoordinado cuerpo en la oscuridad, donde nadie pudiera ver si, al mover los dedos sin querer haciéndolos bailar sin pretenderlo, era capaz de seguir el ritmo o no. Cantar sin mover la garganta, acariciando las palabras con los labios sin dejar que una pizca de aire saliera. Ver a los que sí sabían moverse en comunión con la música. Piernas, brazos, manos y torsos, qué maravilla. Ellos merecían estar allí, a la luz de aquellos focos, y yo a oscuras entre bastidores. Yo, que solo sabía manejar las palabras, que ni siquiera entendía de emociones, debía quedarme en la sombra y observar. En silencio, sin molestar a los artistas. Ser solo la voz narradora de los que tenían una historia que merecía ser contada.
Mis padres estaban muy orgullosos de mí.
Ellos no sabían que, aunque era feliz a oscuras, no siempre me limitaba a mirar. Que intentaba aprender. Ellos no sabían que no quería ser siempre solo espectadora. Que yo sabía que, aunque no fuera digna de salir ahí fuera, podía bailar donde nadie pudiera verme. En cualquier rincón, donde estuviera sola y tranquila, podía poner música, cerrar los ojos o apagar la luz, y bailar. Seguirla, sin importar cómo ni por qué. Seguir el ritmo como si fuera los latidos de mi corazón. Bailar. Bailar bien o mal, pero bailar. Y ser feliz.
A solas.
Ellos tampoco se dieron cuenta cuando mi voz comenzó a cambiar. El tono agudo que tanto irritaba a mi madre se fue endulzando de extraña manera, una prima paciente me enseñó canciones de antes de mi nacimiento, y poco a poco y en soledad fui adquiriendo una extraña sabiduría. 
De acuerdo.
Jamás cantaría de un modo que mereciese ser admirado.
Pero cantaría. Donde nadie me oyera, cantaría. Para mí. Porque no tenía por qué ser perfecta para ser feliz.

Hay gente que sabe bailar, gente que sabe cantar, y gente que sabe hacer las dos cosas. Tú, que no sabes hacer ninguna, siéntate en la oscuridad y mira a los que sí saben.

Hay cosas que no se pueden ocultar.
No podía evitar tararear canciones, viejas y nuevas. No podía evitar ser feliz con ello. No podía cantar delante de mis padres, ni siquiera aunque mi voz hubiera evolucionado en algo mejor, tal vez algo digno de ser oído. Nunca sería lo bastante buena para ellos. Me harían callar.
Y me tocaría volver a ser la niña pequeña que se esconde entre bastidores y va recuperando poco a poco el valor. Tendría que empezar desde cero otra vez.
Y no sabía si estaba preparada para eso.
Pero entre mis amigos... ¿por qué callar entre mis amigos?
Y para mi sorpresa, me dijeron que cantaba bien. Yo sabía que no tenía una gran voz, que nunca la tendría. Que no sabía cantar, jamás me han enseñado.
Pero adoro cantar. hacerlo, de no sé qué extraña manera. Puedo hacerlo.
Puedo ser feliz haciéndolo.

Hay gente que sabe bailar, gente que sabe cantar, y gente que sabe hacer las dos cosas. Tú, que no sabes hacer ninguna, siéntate en la oscuridad y mira a los que sí saben.

Aprendí. 
Aprendí a cantar. Jamás como una profesional, ni siquiera como una aficionada.
Solo como una chica que necesitaba estallar por alguna parte. Una chica que estaba cansada de gritar en el papel. Una chica que quería gritar de viva voz.
Jamás podré bailar. 
Demasiado tiempo reprimiéndome cuando fue el momento de aprender. Demasiado tiempo oyendo en mi cabeza "estate quieta, no eres lo bastante buena." Demasiado tiempo sabiendo que mi cuerpo no sabe bailar, y mi cabeza tampoco.
Jamás podré subirme a un escenario y bailar. 
Me encantaría. 
Me encantaría bailar, simplemente.
Pero no puedo, ni podré.
Demasiado tiempo siendo una marioneta. Ahora no sé moverme sin los hilos.

Pero puedo cantar. 
Puedo cerrar los ojos y de repente solo está la música y yo sé lo que tengo que hacer.
Jamás seré lo bastante buena.
Pero seré feliz haciéndolo.
Y eso es más de lo que me habría atrevido a soñar.

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martes, 12 de junio de 2012

Apocalypse II

      Dan estaba un tanto preocupada.
   Cuando vio a los tres jóvenes a través del los prismáticos, su primer instinto había sido ayudarles. Parecían simplemente tres chicos perdidos y bastante aturdidos, sin más medio de transporte que las bicicletas. Pero cuando vio cómo huían, sin preocuparse en absoluto de sus salvadores, ni de la chica rubia... que esa era otra. Aquella chica era estúpida, pero estúpida a un nuevo nivel hasta entonces desconocido. Parecía tener algún instinto de supervivencia, pues se había bajado de la bicicleta, pero por lo que decía, había vivido de la adoración y la sabiduría del tal "Raúl", que no había dudado en dejarla atrás cuando fue necesario, y ahora estaba allí, con ellos, tratando de ganarse la aprobación de Orión, el más accesible del pequeño grupo. A Dan, aquello le hacía pensar en una medusa dejándose llevar por la corriente; en cualquier caso, la habían salvado, y tendrían que hacerse responsables de ella.
    Sabía de sobra lo que pensaba Lena de aquello. La joven siempre había sido arisca y dura, cerrada en sí misma, solo abierta a sus escasos amigos. Desde la pérdida de sus padres y su hermano, vivía inmersa en la rabia y el odio, en un continuo volcán en erupción. Veía a la chica rubia (¿Paula, podía ser?) como un estorbo, otra boca que alimentar, que proteger, que transportar, que vestir, que adiestrar.
     Y el hecho es que eso era.
    Los baches del camino sin asfaltar provocaban vibraciones que subían como latigazos por la espalda de Dan, que recorría los lados del camino una y otra vez con la mirada, sin descuidar ni un centímetro del terreno. Solo vio un zombie, agachado en una cuneta, unos metros por delante de ellos; golpeó la cabina con la mano, y Orión redujo considerablemente la velocidad de la camioneta; cuando pasaron por delante, una flecha se hundió profundamente en la sien del zombie, y la camioneta volvió a acelerar.
   Tardaron veinte minutos en llegar a la finca en la que vivían. Consistía en tres hectáreas de viñedo y frutales, rodeadas por una alambrada que a todas luces habían colocado apresuradamente. La única entrada visible daba al camino, y consistía en una recia puerta metálica con un enrejado. Junto a ella había un chico moreno que sujetaba con descuidada precisión un fusil de francotirador. Tenía el pelo largo y desgreñado, recogido en una coleta en la nuca, y sus ojos verdes examinaron la camioneta con fría dureza. Les abrió la puerta justo a tiempo para que entrasen, y la cerró a sus espaldas, con rápidos y seguros movimientos. Era obvio que llevaban mucho tiempo haciéndolo así.
    Detrás de las verjas reinaba un extraño orden caótico. Era obvio que nadie se preocupaba de cómo crecían las plantas, pero las frutas de temporada (cerezas, melocotones, incluso alguna manzana) estaban cuidadosamente recogidas en cajas apiladas junto a la enorme puerta del único edificio de la finca, una nave pintada de blanco y rojo. La puerta, del tamaño suficiente para saliera un tractor, era plateada, o mejor dicho, lo había sido; varias capas de pintura marrón, de distintos tonos, habían cubierto su resplandor, que se adivinaba en las zonas en las que la pintura estaba arañada.
     Dan bajó de la camioneta de un salto, y un perro blanco corrió a saludarla. Era un chucho grande y de aspecto juguetón, que a juzgar por la suciedad enredada en su tupido pelaje, era callejero. Ella lo recibió con alegría, abriendo los brazos y ofreciéndole el rostro para que se lo lamiera.
    Orión, Lena, Nilo y Paula bajaron de la camioneta, y Lena se dirigió directamente al interior de la nave. Al abrir la puerta pequeña que estaba incrustada en la gigantesca puerta plateada, varios gatos salieron al exterior, maullando.
    -¿Por qué tenéis tantos gatos? - dijo Paula, mirando sorprendida su entorno; había más de diez gatos.
   -Mantienen esto libre de ratas y ratones - explicó Orión -. Dado que aún no sabemos si esos bichejos pueden transmitir la enfermedad, es una medida aconsejable.
     -¿Enfermedad?
   -Enfermedad, infección... llámalo como quieras. Si te cogen, estás muerta - dijo otra voz. Un chico de mediana estatura, apretados rizos castaños y aspecto distraído salía de la nave, mirando fijamente a Paula -. ¿Esta quién es, chicos?
     -Dánae los vio a ella y dos amiguitos suyos con los prismáticos mientras íbamos al pueblo a hacer una incursión alimentaria, y fuimos a echarles un cable, diez zombies los tenían rodeados. Era lo lógico, Damián - replicó Nilo, con un suspiro.
     -O sea, que por esta chavala yo me he quedado sin ramen.
    Nilo se encogió de hombros y, cogiendo a Dan por la cintura, la llevó al interior de la nave. Paula se quedó allí de pie, sin saber cómo comportarse; miró a Orión buscando ayuda, pero este se había alejado unos pasos de ella y estaba meando contra una encina. Turbada, Paula bajó la vista al suelo, donde un gato pelirrojo se enroscaba entre sus piernas.
    Con una sonrisa, la chica se agachó para cogerlo en brazos, pero el animal respondió con un bufido y le tiró un arañazo. Paula se puso en pie aferrándose la mano para detener la pequeña hemorragia, con lágrimas en los ojos.
    -No son mascotas - le advirtió la voz de Dan, y Paula levantó la vista, para volverla a bajar al segundo, más sonrojada que antes incluso; la joven morena salía en ropa interior de la nave, y Nilo la seguía, en el mismo estado. La joven soltó una rápida carcajada -. Acostúmbrate, mojigata. Somos seis, ahora siete, personas viviendo en un espacio muy reducido. No hay duchas, ni dormitorios; solo la manguera con agua del pozo, y ahora en verano, la piscina hinchable que tenemos ahí detrás - dijo, señalando a la parte trasera de la nave con el pulgar extendido -. Por cierto, si necesitas ir al baño, sigue el ejemplo de Orión. Si es más, te alejas un poco con la pala, haces lo que sea y lo entierras, que no quiero sorpresas, ¿entendido?
    Paula asintió. La chica la miró con el ceño fruncido, cosa que, con la cicatriz de su ceja, resultaba realmente extraña.
     -Escúchame bien. Estamos en plena epidemia, no es momento para recatos. Se trata de seguir con vida, y no te ofendas, pero no tienes nada que no hayamos visto ya. La higiene siempre es importante, pero en una epidemia, aún más, y no voy a tolerar, y mi hermano tampoco - dijo, señalando a la puerta, donde el joven del pelo largo seguía montando guardia -, que traigas ninguna enfermedad ni ningún problema a esta finca. Ha sido de nuestra familia durante generaciones, y tengo intenciones de que siga siéndolo - acabó, cortante.
     -Eh, Dan - intervino Orión, con aquel tono conciliador -, déjala respirar un poco, ¿quieres?
    -¡Cállate, militroncho! ¡Es menos de lo que se merece ! - se oyó la voz de Lena desde el interior de la nave. Dan soltó una rápida carcajada, dirigiendo una mirada divertida a la destrozada camisa militar que Orión exhibía con orgullo desde antes del apocalipsis. El chico sacudió la cabeza, murmurando entre dientes, y Dánae se alejó con Nilo, que había contemplado el enfrentamiento con una media sonrisa de diversión, hacia la parte trasera de la nave, donde estaba la pequeña piscina, a la sombra de un hermoso álamo.
     Se acercaron entre empujones cariñosos y risas a la piscina azul. Después de que Nilo salpicara a Dánae, ella le tiró de un empujón al agua, que parecía el último reducto de frescor que quedaba en el mundo. Empapada por la onda que creó Nilo al caer al agua, entró al tiempo que él se frotaba los ojos. Acechó como una gata y se le tiró encima en cuanto la miró. Le tumbó de nuevo, y se sumergieron con un beso en el agua que de pie les llegaba por la cintura, suficiente para que pudieran retozar felices y olvidar por un rato el afán de supervivencia. Sin estos momentos ya se habrían vuelto locos.
     Nilo emergió del agua que brillaba como un negativo del resto del universo y apoyó la cabeza en el borde de plástico hinchado de la piscina. Dánae no tardó en acercársele con caricias y una sonrisa pícara que sabía que lo volvía loco. Se acurrucó junto a él, y abrazados contemplaron sin decir una palabra el inmenso azul del cielo. Esperaron a que su imaginación floreciera, y comenzaron a sacar parecidos a las pequeñas nubes que lo tildaban. Era algo reconfortante, divertido, y les ayudaba a abstraerse. Rápidamente en los labios de Nilo surgió la sensación que ambos sentían.
     -Es inquietante cómo, aunque la raza más avanzada del planeta está al borde de la extinción, todo sigue igual - las palabras fluyeron desde su garganta con la facilidad que da la embriaguez de la belleza - es todo exactamente igual: el agua, el cielo, las nubes...
     -El amor - le cortó Dan; Nilo asintió con una sonrisa - pero tú no eres igual... ahora estás más bueno - ella le sacó la lengua con la misma broma que repetía desde que empezaron a "matar" zombies.
     -Déjame adivinar, todo esto ha merecido la pena solo por que yo saque músculo, ¿Verdad?
     Ella estuvo a punto de asentir y seguir con su juego, pero justo antes de hacerlo recordó todo el dolor que había visto y sufrido, y sólo pudo abrazarse con más fuerza a su amante, tratando de ahogar la pena entre su piel, su calor, y el frescor del agua.


     Entre tanto, Orión le mostraba a Paula lo poco que había que ver de la finca. La nave estaba compuesta de tres salas principales; una enorme, sin sotechado y con suelo de hormigón, muy amplia. Las estanterías que cubrían los laterales estaban divididas por su contenido, en dos tipos; las de la izquierda, estaban llenas de armas diversas, y había una mesa de herramientas y un generador situados juntos. Las de la izquierda estaban a rebosar de latas de conserva y demás alimentos sellados herméticamente, e imperecederos. Había varias garrafas cortadas de tal manera que servían como bebederos para los gatos en el suelo, junto a la puerta. La pared del fondo de esta primera sala, que parecía que antiguamente fue un garaje, estaba cubierta de armarios donde, según le dijo Orión, se hacinaba ropa para el invierno.
    A la segunda sala se accedía a través de una puerta que estaba casi escondida entre los armarios. En ella había una pequeña cocina con lo básico (una fregadera, armarios para la vajilla, un hornillo eléctrico) y una chimenea. También había una mesa de plástico, con sitio para seis personas, del tipo de mesas que la gente ponía en sus terrazas antes de la plaga, y varios jergones en el suelo. Aquella sala estaba mucho más iluminada, por cuatro ventanas enrejadas que dejaban entrar la luz del verano, el suelo estaba cubierto de baldosas de barro y el techo tenía un sotechado de tablas. La diminuta estancia que quedaba entre el sotechado y el auténtico techo era lo que Orión denominó como "el desván", donde al parecer se amontonaban los trastos que Dan y Lykaios, su hermano, no habían querido tirar.
   -¿Realmente se llama Lykaios? - preguntó Paula, pero Orión simplemente se encogió de hombros.
   -¿Eso importa algo?
   A través de las ventanas se veía la pequeña piscina, y las siluetas de Dan y Nilo, muy juntos y hablando en voz muy baja.
   -Aquí no hay intimidad, ¿verdad? - preguntó Paula, casi angustiada. Orión se encogió de hombros.
  -Todos éramos más o menos amigos cuando llegamos aquí, así que tampoco nos supuso un problema grave. Bueno, fue complicado irnos desnudando como zorras unos delante de otros, pero Dan y yo, por ejemplo, somos amigos desde hace tiempo; no había nada nuevo que ver. Dan y Lykaios son hermanos... no sé, los demás son todo tíos. Lo peor fue cuando Dan y Lena empezaron a andar por ahí casi en bolas, era un continuo "no las mires, no las mires, no las mires", y cuando me acostumbré "mírala a los ojos, mírala a los ojos, mírala a los ojos" - explicó Orión, seguramente intentando hacerla reír, pero Paula ni siquiera dejó escapar una sonrisa.
   -No sé si yo podré hacerlo.
    Lena pasó a su lado en ese momento, dedicándole una mueca burlona.
   -Piensa qué prefieres conservar, si el misterio acerca de qué escondes entre tus piernas, o la vida. A mí, personalmente, me importa una mierda lo que decidas.
    Ese último comentario fue para Paula como la gota de pus que hizo rebosar el vaso. Se puso de un color pálido verdoso y Orión tuvo que sujetarla para que no cayera al suelo. La acompañó hasta el garaje y le preparó un jergón, para que descansara. El resto estarían limpiando sus armas en el comedor.
     Ella tenía mucho frío, aunque parecía que Orión no lo sentía, pues llevaba abierta su camisa militar dejando ver que el único vello que tenía en el pecho estaba bajo su ombligo. Paula se metió tan rápido como pudo en el saco, pero la tela también estaba fría. Menos su piel, todo lo estaba. Se abrazó a sí misma tratando de retener el calor, estaba sudando. Las náuseas le indujeron poco a poco en un estado de agónica duermevela, hasta que todos sus pensamientos callaron.
     Cuando Paula entró en el saco, Orión fue al encuentro de los demás. Todos estaban sentados, con la cabeza baja y ensimismados en el mantenimiento de sus respectivas armas. Desde el principio Nilo había insistido en que había que cuidarlas y revisarlas diariamente, tratarlas como a seres vivos. Así garantizarían que ellos lo siguieran siendo el máximo tiempo posible.
     Dan estaba revisando que el filo de su hacha de una pieza seguía intacto, y comprobaba la fijación de la cabeza del martillo al mango. Lena engrasaba cuidadosamente las piezas móviles de la ballesta que Nilo le había regalado, y él acariciaba con cariño su pala-shaolin, bastante más compleja que el simple palo que creyó ver Paula. Estaba formada por una vara de aproximadamente un metro ochenta de largo coronado en un extremo por un agudísimo filo en forma de media luna, cuyos extremos parecían los cuernos de un toro esperando para embestir. En el lado opuesto, otra afilada pieza de metal con forma de pala. Aquel arma parecía estar hecha para decapitar zombies, también servía para cavar y atrancar puertas, y compensaba con creces el entrenamiento que requería. Nilo no tardó en conseguir una en cuanto la enfermedad comenzó a extenderse, al igual que hizo con su segunda ballesta (que ahora utilizaba Dánae), regalando la antigua a Lena, cuyo físico no le permitía enzarzarse en combates cuerpo a cuerpo.
     Damián estaba ocupado con su pequeña lanza-maza, que tenía una fina punta, y otras dos más gruesas cruzadas transversalmente que le permitían asestar un golpe lateral en la sien de los no-muertos. Orión no pudo evitar fascinarse una vez más con sus tupidísimos rizos castaños antes de ir a por su fusil semiautomático M1 y sentarse a su lado, con el arma en las rodillas. Volvió a entristecerse al recordar a su padre, que le enseñó a disparar con esa misma arma cuando aún era pequeño. Tras acariciar la suave madera clara del cuerpo del arma comenzó a desmontarla, recordando las lecciones de su padre. Limpió cuidadosamente cada hueco entre piezas y engrasó las partes móviles, quitando el exceso de lubricante con la ayuda de un trapo. Antes de que pudieran terminar el trabajo, el sonido de un teléfono por satélite les sacó de la profunda concentración que algunos sólo habían experimentado limpiando los objetos que les mantenían con vida. Lykaios había visto algo.
     Todos salieron rápidamente con las armas que tenían preparadas de la mano. Paula despertó de su sopor cuando Damián le pasó por encima con su pequeña lanza en la mano, ignorando su presencia. Alarmada por su prisa, se levantó apresuradamente, y el dolor de cabeza que sintió al cambiar de postura casi la hizo caer de nuevo. Se movió a duras penas entre la semioscuridad del garaje, y la escena que vio entre las sombras del anochecer hizo que se le cayera el alma al suelo. No pudo evitar gritar cuando su mirada se cruzó con la de Lorena, la amiga que creyó no volver a ver.
    Estaba entre sus nuevos "compañeros", que se apiñaban a su alrededor. Desde el otro lado de la verja pedía auxilio, agarrándola con ambas manos. Las tenía empapadas de sangre, y a una de ellas le faltaban la mitad del corazón y el anular. El índice estaba colgando del hueso roto, como la declaración de que hace poco aquello era una mano sana. Nilo pensó que habría tratado de alejar a un zombie de un empujón, y el no-muerto había conseguido morderla. No le gustaban este tipo de situaciones: siempre era deprimente tener que hacer ver a alguien que ya estaba muerto. Sobretodo si sabes que tú podrías ser quien está suplicando tras la verja.

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Sigue leyendo... Apocalypse III

Junio

     Doce de junio.
     Se supone que debería hacer calor, que ya es casi verano, pero el cielo sigue encapotado, y yo tengo frío. Pero es lo que hay.
     Tenemos que aguantar.
     Solo un poquito más.

sábado, 9 de junio de 2012

Apocalypse I

     Era un día de verano realmente tórrido. El sol se desplomaba sin piedad sobre los campos de cereal, secos y descuidados, sobre las encinas y los pinos,  sobre el camino de arcilla y sobre los tres jóvenes que avanzaban por él, montados en tres bicicletas de montaña y conversando en voz baja.
     La elección del vehículo había sido la más lógica; era silencioso. El mayor de los tres muchachos, un chico de unos veintitantos, con el pelo castaño claro, casi rubio, ojos verdes y una barba de tres o cuatro días, estaba muy satisfecho con su conclusión; si no les oían llegar, no les atacarían. Los seres a los que la gente llamaba "caminantes", "no-muertos", "infectados", "devoradores" y otros eufemismos - todo con tal de evitar la palabra "zombie", que los científicos se habían esforzado en descalificar desde el principio de la epidemia - eran asombrosamente estúpidos, y no parecían ver demasiado bien. Raúl estaba absolutamente convencido de que las bicicletas les evitarían encuentros incómodos.
     Sus compañeras de viaje, una chica rubia de grandes ojos castaños, bastante estúpida e ignorante, pero que, por motivos que Raúl no entendía, estaba enamorada de él y le proporcionaba diversión por las noches, y una joven algo mayor de pelo negro y rizado y ojos siempre entrecerrados, puesto que había perdido sus gafas, parecían bastante alegres, para encontrarse en el centro de lo que los más extremistas denominaban "Apocalipsis Zombie".
   Nadie sabía muy bien dónde estaba el origen de la plaga, ni qué la provocaba. Los alarmistas estadounidenses, como de costumbre, proclamaron que se trataba de un ataque terrorista con armas bacteriológicas, aunque pronto quedó claro que, de serlo, se trataba de un ataque suicida; no había forma de controlar aquel supuesto virus.
    Otros apuntaban a un compuesto creado en laboratorio, pero en este caso, por los fans más desquiciados de la llamada "moda zombie", que había causado furor durante los años y meses previos al veintiuno de diciembre del 2012; esa fue la fecha, tal vez dedicada al calendario maya para darle más dramatismo, en la que los representantes de la ONU admitieron que la plaga estaba fuera de control y estalló el pánico general.
       Unos cuantos ecologistas habían pregonado que, la Madre Naturaleza, en su sabiduría, había decidido eliminar por extinción a la especie que mayor carga suponía para el planeta: la humana. Se suponía que el virus era algo natural, y el hecho es que solo afectaba a la raza humana.
      Incluso las diversas Iglesias de la época habían anunciado diversos apocalipsis; sin ir más lejos, una secta francesa había protagonizado un suicidio colectivo, bajo el lema de: "Les vautours n'ont pas leur place au paradis."("Los devoradores no tienen lugar en el paraíso.")
       No eran los únicos; mucha gente había preferido el suicidio a la posibilidad del contagio, incluidos los padres de Lorena, la joven morena de pelo rizado que seguía a Raúl a todas partes. Tanto ella como Paula, la chica rubia, lo adoraban, y eso a Raúl le parecía mejor que bien; además, era lógico que lo adorasen, pues él era inteligente, guapo y sobre todo, un superviviente. Todavía no tenía claro a cuál de las dos jóvenes prefería; Paula era más guapa, pero demasiado joven e inexperta; Lorena, a pesar de ser bastante más fea, follaba mucho mejor, y en su madurez había atractivos de los que Paula carecía por completo.
     Estaba pensando qué hacer aquella noche, cuando vio al primer devorador. Estaba a unos cuatro metros, y los miraba con la cabeza ladeada, probablemente porque tenía el cuello roto. La mitad de su cara pendía de su cuello con colgajos pálidos, y sus ojos velados los miraban con una chispa de aviesa malicia, de inteligencia animal. Desde donde estaban, podían verle los dientes partidos en las mandíbulas descarnadas, y las costillas se vislumbraban entre jirones de ropa y piel.
     No era una visión agradable.
    -Tranquilas, chicas - les recordó Raúl, con aquel tono de voz pausado -. No nos atacará si pasamos de largo. No le miréis, no aceleréis. Vamos, tranquilas. Que no vea que podemos tenerle miedo. Que no piense que somos potencial alimento.
     Paula, aterrorizada, pensó que era difícil que aquel ser pudiera identificarlos como alimento o no, pero no dijo nada. Obedeció a Raúl, con la cabeza baja, tratando de no mirar al repugnante ser. Claro que había visto devoradores antes, pero desde el coche, no desde una absurda bicicleta. La falta de sonido no había impedido que el devorador los detectase, y por un instante, la joven maldijo a Raúl y su estúpido ingenio.
    Los devoradores no solían ir solos, y Lorena lo sabía. Intranquila, miró hacia atrás; Paula apenas iba unos pasos por detrás de ella. La chica se había unido a su reducido grupito poco después que ella, pero entre las dos había un abismo. Lorena ya se acostaba con Raúl cuando Paula llegó, y fue insoportable verse desbancada. A pesar de todo, se comportó bien con la otra chica, con una especie de camaradería que derivó en amistad.
    O eso creía Paula, claro.
   Pronto, Lorena vio dos devoradores más. Tuvo la sensación de que se estaban adentrando en una zona peligrosa, una de aquellas donde los devoradores campaban a sus anchas, devorando todo rastro de vida que quedaba, impresión que se vio confirmada por el hedor reinante, cada vez más intenso.
  -Deberíamos dar la vuelta - susurró, y Raúl asintió sin decir nada. Lenta, muy lentamente, giraron las bicicletas en el camino y se dirigieron de nuevo hacia el oeste. El problema era que ahora el sol les daba de cara, y no conseguían ver bien.
   Paula no se atrevía a abrir la boca, apenas a respirar. Cada vez más devoradores aparecían a ambos lados de el camino, cada vez más cerca, con aquellos rostros pálidos y destrozados, miembros rotos o arrancados, miradas veladas que seguían la trayectoria de las brillantes bicicletas bajo el sol. "No necesitan correr para atraparnos" constató la chica, aterrorizada, al darse cuenta de que los devoradores los tenían casi acorralados. Tuvo el impulso de acelerar, pero Raúl no había dicho que lo hicieran, y ella no quería dejar al joven atrás. Lo quería demasiado.
    Supo que iban a morir cuando vio a cuatro devoradores bloqueando el camino delante de ellos. Frenó en seco y miró hacia atrás, y vio que al menos seis más los seguían lentamente por el camino, mirándolos con los ojos vacíos, avanzando inexorablemente. El cerco se había cerrado, y Paula sabía que no podían salir de allí con vida.
    Los cuatro devoradores los miraban con sus ojos vacíos y muertos. Había una mujer con hebras de cabello, tan apelmazado de sangre y suciedad que no se podía saber el color, aún pegadas a su despellejada cabeza. No tenía labios; Paula había oído que, en ocasiones, los devoradores llegaban a comerse sus propios miembros, sin ser apenas conscientes de lo que hacían, o tal vez otro devorador lo había hecho por ella; no importaba. Su rostro inexpresivo no se apartaba de los tres jóvenes, y Paula maldijo a Raúl y sus ideas por primera vez en mucho tiempo, ya que si tuvieran un coche, podrían arrollar a aquellos repugnantes seres y seguir adelante.
    -¿Qué hacemos, Raúl? - preguntó Lorena, con el pánico impreso en la voz. Estaban a unos cuatro metros de los devoradores que se interponían en su camino, y los de detrás no dejaban de avanzar. Las cunetas del camino les impedían enfilar las bicicletas hacia allá; la única salida era correr.
    Raúl no dijo nada, y Paula decidió, por primera vez desde que lo conocía, tomar la iniciativa. Tal vez podría, incluso, salvarle la vida. Pasó una pierna por encima de la bicicleta y se aposentó en el suelo; cuando estuvo lista para correr, miró a Raúl y Lorena, que la miraban con el desdén impreso en la cara. ¿Qué demonios les pasaba? ¿Iban a esperar a morir, sin más?
     De pronto, un objeto alargado y negro impactó en las piernas de los cuatro devoradores, derribándoles de espaldas, y siguió deslizándose hasta quedar a pocos centímetros de la rueda delantera de la bicicleta de Raúl; Paula observó, asombrada, que era una reluciente moto negra, y por el modo en que giraban las ruedas, diría que acababan de apagar el motor; lo sorprendente era que no la hubieran oído llegar.
    No tuvo demasiado tiempo para pensar en la moto; un muchacho, bajo y esbelto, entró en escena. Llevaba un hacha pequeña en una mano y un martillo en la otra, y las manejaba con la destreza de los que llevaban entrenándose para ello desde que se anunció que la plaga había escapado al control de las autoridades. Se dirigió directamente a los cuatro devoradores que estaban en el suelo, aún poniéndose en pie; llevaba un casco de moto, negro y reluciente, y sin mediar provocación estampó un cabezazo en la frente de la devoradora, que ya se había puesto en pie. Un brutal caída de su hacha, de arriba a abajo, reventó a la mitad la cabeza de otro devorador, y sin desperdiciar un movimiento, la alzó a través de la mandíbula de otro. El último devorador se acercó a él; era más alto que el muchacho, y lo abrazó desde atrás, estampando sus dientes en el reluciente casco negro. El chico dio un cabezazo brusco, reventando las mandíbulas del devorador, a la vez que tiraba una patada hacia atrás; cuando el ser lo soltó, giró en redondo, dibujando un arco con el martillo.
    La cabeza del devorador estalló como si se tratase de una sandía, salpicando de sangre el casco del muchacho.
    El chico se giró, y Paula pensó por un momento que la miraba a ella, hasta ver que miraba más allá, detrás de ella, donde otro muchacho, algo más alto y musculoso, peleaba con una barra de hierro de punta afilada contra los seis devoradores que los habían atacado por la espalda. También llevaba un casco, solo que el suyo era azul, y había acabado ya con cuatro devoradores, al igual que su compañero de casco negro. Este último corrió a auxiliarle, blandiendo el hacha casi con alegría, pero para cuando llegó a su lado, el muchacho de casco azul había atravesado con su extraña arma la cabeza del sexto devorador, metiéndole la barra de hierro por un ojo y sacándosela por lo alto del cráneo. La sacudió casi con desdén, y el devorador cayó al suelo, inerte.
     Fue en ese momento cuando Paula se dio cuenta de que sus compañeros habían desaparecido.
    Los dos muchachos se inclinaron a limpiar sus armas con la arena del camino. Paula había oído rumores acerca de que la plaga se transmitía a través de la sangre y las mucosas, y no cabía duda de que aquellos dos les daban crédito, a juzgar por lo concienzudamente que limpiaban las armas.
    El chico del casco negro se acercó a ella y levantó un poco el visor.
    -¿Hay más? - preguntó, con voz áspera, ronca, imperiosa... e indudablemente femenina. Desde el interior del casco la observaban unos ojos ligeramente rasgados, de un color castaño claro sorprendente. Una cicatriz partía la ceja derecha, y lo poco que veía de su rostro parecía salvaje, tosco, rudo.
    -¿Más qué?
    -Zombies, ¿qué mierda va a ser, niña?
    Paula bajó la vista, avergonzada. El chico del casco azul, unos pasos más allá, reventaba una a una las cabezas de los devoradores, como para asegurarse de que no volvían a levantarse.
    -No lo sé - respondió, y la otra chica resopló -. Creo que no - se apresuró a añadir, y la otra asintió.
    -Vale. ¿Qué vas a hacer ahora?
    La chica, angustiada, miró a su alrededor. No había ni rastro de Lorena, ni de Raúl. Habían dejado allí tiradas sus bicicletas... y a ella.
    -No lo sé - dijo, angustiada. La chica del casco negro volvió a resoplar. El otro muchacho se acercó a ellas y miró a Paula de arriba a abajo, evaluándola.
    -No podemos dejarla aquí, Dánae. La matarán en unos... ¿diez minutos?
   -En mi moto no cabe - gruñó la llamada Dánae, con una mueca adivinándose en sus ojos almendrados. El otro chico se encogió de hombros.
    -Llama a Orión y que traiga el coche. 
   -Llámale tú, tú tienes el teléfono - masculló la joven, arrodillándose junto a la moto negra. La puso en pie con delicadeza y acarició el depósito de gasolina, donde se veían tres largos arañazos en la pintura negra -. Mierda, me llevará siglos volver a encontrar pintura del mismo tipo.
    -Venga ya, Dánae. No le hemos salvado la vida para dejarla aquí tirada, ¿no?
    -Vale, vale. Llámale, yo voy a ver si esto ha quedado muy mal.
    -Es un truco fantástico - comentó el chico del casco azul, mientras sacaba un teléfono móvil vía satélite de el bolsillo -. Nos costó mucho conseguir dos de estos, pero son necesarios, ahora que los móviles normales no funcionan - explicó, ante la mirada atónita de Paula -. No sé cuánto nos durarán estos, pero cuando se estropeen, espero que podamos apañarnos con walkies. ¿Orión? Sí, ha salido bien. Donde te dijimos. Sí. A una de las chicas. Sí. Sí, venid. Vale. Hasta ahora.
  -¿Qué es un truco fantástico? - preguntó Paula. El chico del casco azul no respondió; aunque en un principio había parecido más amistoso que Dánae, al final parecía ser solo la adrenalina del momento, pues, incluso a través del visor del casco, comenzaba a aparecer ensimismado y distante.
   -Poner la moto en punto muerto, derrapar y saltar a tiempo de no romperte nada - respondió Dánae, con tono ácido -. No es muy recomendable si quieres que una moto te dure, y después de lo que me ha costado modificar el motor de ésta para que no haga ruido... ya puedes estar agradecida, niña.
    Paula bajó la mirada, avergonzada. No tenía muy claro qué decir, pero por suerte, una camioneta llegaba en esos momentos. Pasó por encima de los cadáveres de los devoradores sin ningún recato y se detuvo a pocos palmos de Dánae y su moto.
   -¡Orión, atropéllame la moto y te atropello la cabeza! - gritó Dánae, pero su tono sonaba bastante más amistoso que hasta entonces.
   -Vale, vale - replicó a gritos una voz desde dentro -. Me he sacado el carnet en medio de un apocalipsis, ¿Cómo quieres qué conduzca bien?
   -¿De qué jodido carnet hablas? - dijo Dánae, riéndose.
  -A eso me refiero - replicó el llamado Orión, mientras Dánae rodeaba la camioneta con su moto y comenzaba a subirla en la parte de atrás, que estaba descubierta. 
   El otro chico se acercó a ayudarla, y Paula se quedó allí, plantada frente a la camioneta, sin saber qué decir. La ventanilla del conductor se bajó lentamente, y reveló a un chico de pelo rizado y ojos marrones que la miraba con curiosidad.
   -¿Qué coño haces con una bicicleta en medio de un apocalipsis zombie? - preguntó, pero su tono no era tan duro como sus palabras, y parecía más amistoso que los otros dos. Paula le dedicó una sonrisa nerviosa, dándose cuenta de que hasta entonces no había sido consciente de que seguía aferrándose al manillar con todas sus fuerzas. Lo soltó de golpe, y la bicicleta cayó con un ruido metálico.
   -Fue idea de Raúl.
   -¿Raúl? ¿Y quién mierda es Raúl, el profeta?
  -Debe ser el tipo que iba con ella y la otra chica cuando las vimos. Salieron corriendo en cuanto aparecimos Nilo y yo y la dejaron ahí tirada.
   -Mala suerte, rubita - comentó Orión -. Deberíamos irnos, chicos - dijo, poniéndose más serio -. No sé cuánto tardarán en aparecer más, pero deduzco que habéis armado jaleo.
  -Solo el que hacen las cabezas al reventar - replicó el que respondía al nombre de Nilo, mientras se quitaba el casco azul, revelando unos grandes ojos marrón chocolate, un corto cabello negro, ondulado y áspero, y unos labios gruesos,  y subía a la parte trasera del vehículo -. Vamos, rubia. Dánae irá detrás con su adorada moto.
  -No te pongas celoso - replicó Dánae, sacándole la lengua con picardía. Ella también se quitó el casco, revelando un cortísimo cabello negro, que se encrespaba puntiagudo en todas direcciones, y un rostro ovalado de firmes mandíbulas. Tenía un cierto aire oriental, turco o libanés. 
   Saltó a la parte de atrás de la camioneta, con una ballesta en las manos.
   Paula subió en el asiento de atrás con Nilo, y descubrió que en el asiento del copiloto había sentada una chica, todavía más baja que Dánae y con el pelo aún más corto. Llevaba una banda de tela atada en la frente, seguramente para retirarse el pelo de los ojos, y la miraba torvamente.
   -Bravo, Nilo, Dan, Orión. Otra boca que alimentar. ¿Qué mierda se supone que vamos a hacer con ella?
   -Cálmate un poco, Lena, ¿quieres? Que ha estado a punto de morir - le recriminó Orión, con un suspiro.
   -Y se lo había buscado - masculló la llamada Lena, pero no dijo nada más.
   -¿Cómo nos habéis encontrado? - preguntó tímidamente Paula. Orión sonrió mientras arrancaba el motor.
   -Estamos en pleno verano, con un sol que mata. Los radios de vuestras bicicletas brillaban como faros, Dan vio algo, miró con los prismáticos y nos acercamos a echaros un cable. Ella y Nilo se adelantaron.
   -¿Por qué? - preguntó Paula, sorprendida.
   -¡Porque no había ninguna necesidad de que muriéramos todos! - gritó Dan desde atrás, con aquel tono torvo que Paula empezaba a entender que era habitual en ella. La joven rubia asintió, pensativa. Orión sonrió.
   -Bueno, ya nos conoces a todos, ¿no? A mí me llaman Orión, por motivos de antes-del-apocalipsis. Esta de aquí a mi vera es Lena, abreviatura de...
   -Dilo en alto y te decapito - masculló la chica del asiento del copiloto, pero eso solo ensanchó la sonrisa de Orión.
   -... María Magdalena. A tu lado, Nilo, sus padres tenían un gusto extraño con los nombres...
   -¡A mí me gusta! - protestó Nilo a su izquierda, pero Orión sacudió la mano como quitándole importancia al comentario. Paula se asustó al verle soltar el volante, cuando antes había dicho que no sabía conducir demasiado bien, pero pronto quedó claro que era una broma entre ellos; el chico se manejaba perfectamente.
    -... y detrás, con su moto y la ballesta, que por cierto no es suya si no de Nilo, tienes a Dánae, que parece una jodida borde pero en realidad es un pedazo de pan, ¿a que sí, Dan?
     -¡Pan duro y muy quemado, Orión! - replicó la chica, pero su tono era jocoso. 
   Paula pronto se dio cuenta de que el motor de la camioneta apenas hacía ruido, y dedujo que Dan también lo había modificado, como al parecer había hecho con el de la moto. Nadie dijo nada durante cinco minutos; Lena seguía con la vista fija en el horizonte, Orión parecía muy feliz conduciendo a una velocidad temeraria y Nilo se había repantingado en el asiento, y parecía estar quedándose dormido.
     -Oye, Orión - dijo, dirigiéndose al que más amistoso parecía de los cuatro -, ¿a dónde vamos?
   -Verás - explicó Nilo, a su lado -, ahora mismo aún no está claro si lo más recomendable ante esta situación es moverse o atrincherarse. Como aún no lo tenemos claro, tenemos un refugio en lo alto de una de las lomas, en una finca que da la casualidad de que pertenece a la familia de Dánae. Hasta ahora nos va bien allí, pero últimamente esto se está llenando de zombies. De momento vamos allá, luego ya veremos.
    Paula asintió, con un suspiro. Su mundo acababa de descolocarse por completo, pero, al menos, estaba a salvo. Por un instante, pensó con nostalgia en Raúl y en Lorena, que se habían ido solos por aquellos campos que, según Nilo, se estaban llenando de zombies.
   Casi sintió lástima por ellos.
   Casi.

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