lunes, 29 de octubre de 2012

Lágrimas.

Hace frío. Un frío de mil demonios, un frío de esos que te harían desear quedarte en la cama... si tu cama fuera lo bastante calentita como para que pudieras dormir en ella. La mía no lo es. En mi cama, al igual que en el resto de mi casa, puedes sentir cómo se te hiela la sangre en las venas. Me pongo más ropa para dormir que para salir a la calle y ni por esas consigo conciliar el sueño. Supongo que soy un pájaro de verano.
Te echo de menos.
Ahora hace frío, aunque cuando nos separamos, o nos separaron, hacía calor. Tal vez sea por eso por lo que te añoro con más intensidad, porque aunque me había hecho a la idea del continuo escozor de tu desaparición, del saber que no habrá más aventuras juntos, que no exploraremos más ni me volverás a hacer reír, ni a ponerme histérica poniéndote tú en peligro, no me había dado cuenta de lo profunda que es tu ausencia.
Puede que tenga mucho que ver con el frío, con ir paseando por la calle y escuchar una canción tuya, tan tuya como tus ojos, y que de repente nada tenga ni pies ni cabeza, ¿qué hago yo aquí, en medio de esta maldita ciudad gris? Deberíamos estar en cualquier lugar verde, corriendo o peleando o vete tú a saber haciendo el qué, los tres mosqueteros, tres locos sin ningún lazo entre nosotros más que... ah, más que que los tres éramos amigos (aunque él y yo fuéramos más y sigamos siendo más, lo que importa es que los tres éramos amigos). 
Y ahora no tengo ni una motita de verde en la que refugiarme. Suena esa música tan tuya y zas, de repente estoy perdida en medio de ninguna parte sin nada a lo que aferrarme, solo una tanda abrumadora de recuerdos dolorosos y el saber que, después de todo lo que hicimos juntos, tú no tuviste tu final feliz.
No es justo.
Creo que es lo que más me duele, cuando me despierto en plena noche y pienso, ¿dónde estás? Amigo y confidente, siempre un ejemplo a seguir pero nunca vanidoso, siempre con una sonrisa para cualquiera, ¡qué más daba si se la merecían o no! Siempre dispuesto a echar una mano, siempre dispuesto a intentarlo. "Si tú puedes yo puedo", esa fue mi máxima durante tantísimo tiempo... y sigue siéndolo, aunque sin poder refugiarme en tu mundo no es lo mismo.
¿Dónde estás? Es todo tan injusto... deberían haberte dado al menos una oportunidad, un diminuto final feliz. Deberían habernos dado a todos, a los cuatro, tu final feliz. Con eso hubiéramos sido felices todos, especialmente vosotros dos. Al menos tendría algo con lo que consolarme cuando te echo de menos, al menos podría imaginarte feliz y no perdido, no un vagabundo solitario sin un lugar a donde ir.
Hace un frío de muerte, y se me están agarrotando los dedos. Ni siquiera tengo tinta o sangre (ya no sé qué demonios es lo que corre por las venas y con qué escribo, para mí ambas se sienten igual) para seguir escribiéndote esta carta. De cualquier modo, ¿qué más te iba a decir? ¿"Cuídate viejo amigo, sé feliz, aunque fueras el único al que privaron de todo"? Por favor. 
Ni siquiera yo soy tan optimista para escribir eso. Ni siquiera yo, la reina de las soñadoras.
A veces me despierto en plena noche llorando por ti y por ella y me digo ¿por qué? ¿Qué motivo había? Todo se puede intentar, todo, todo, todo... y luego recuerdo que no. Que no había otro remedio. Que debía ser así. Que los pedazos de tu corazón que me paso la vida recogiendo e intentado recomponer eran el precio a pagar por algo mucho mayor que nosotros mismos.
¿Dónde estás? No me canso de dibujar tu cara y tus ojos, esos ojos en los que podría ahogarme ahora que sé que en ellos solo habrá lágrimas. Te echo de menos y no tiene sentido, porque no volverás. Solo puedo regalarte un río de palabras, una tras otra, un río de lágrimas que no pueden devolverte lo que no llegaste a tener.
Y yo soy feliz, porque yo sí tuve mi final de cuento. Yo me quedé con mi príncipe o con mi rana o con mi hechicero o con mi dragón o con lo que quiera que él sea (yo soy la bruja del cuento, eso lo sabemos ambos) y ahora tengo mi felices para siempre, día tras día de sonrisas y de valió la pena. En los malos momentos sé que aún lo valdrá más, que esto aún va a mejorar.
Y luego veo que mi estúpida pluma se ha dedicado a dibujaros en cualquier maldito papel inservible, o una riada de palabras me lleva hasta vosotros dos, y me siento culpable. Terriblemente culpable porque no sé daros un final feliz, porque nadie podía dároslo, porque... y qué más da.
Te echo de menos. Toda esta absurda carta se resume en que te echo de menos y ya está. Y en que quiero verte otra vez. Que quiero que seamos otra vez los tres, o los cuatro, y reírnos de tonterías y verte exhibirte sin darte cuenta de que lo haces, y jugar a cualquier chorrada. Pero los cuatro.
Lágrimas. Eso es todo lo que puedo ofrecerte.
Y que yo sepa, tú no tienes lo que se dice una buena experiencia con las lágrimas.
En fin. Supongo que esto es una despedida. Otra más. ¿Cuántas veces necesitaré despedirme de ti, antes de lograr hacerlo del todo?
Creo que nunca podré hacerlo del todo.
Cuídate, viejo amigo.
Nos vemos.

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viernes, 12 de octubre de 2012

El Último Juego

Lunes. Veintidós grados centígrados... bajo cero. Un frío de cojones, vamos, y encima tocaba trabajar. Silver estaba de los nervios.
No era que le importase una mierda el trabajo en sí, ni mucho menos. Ni el frío, aunque sí era cierto que los altos y atezados pómulos de la joven estaban empezando a molestarle, un tanto quemados por el continuo viento. Tampoco le importaba haberse levantado doce horas antes de llevar a cabo el trabajo en sí mismo.
Lo que realmente le cabreaba, lo que le hacía hervir la sangre en las venas, era que ninguno de aquellos cabrones que la contrataban tuviera las agallas para llevar a cabo aquello por sí mismo. Era una contradicción, porque aquel pavor a su trabajo – al acto, a aquella intimidad dulce y cruel – era lo que le daba de comer, aquello era lo que permitía que Silver tuviera algo de lo que vivir.
Pero aún así los despreciaba.
 Diecisiete. Extienda los brazos. Dese la vuelta.
Silver soportó el cacheo y el escrutinio sin inmutarse. Si aquellas cosas tuvieran que ponerla nerviosa, haría tiempo que no trabajaría y habría muerto de hambre en las despiadadas calles de Nueva Iberia, la ciudad que agolpaba a los supervivientes – y por lo tanto, a los seres más ruines de aquel mundo – de lo que antaño fue una tierra próspera. 
Guerras nucleares, contaminación, todas las cosas apocalípticas que se habían previsto, y alguna más de propina. Una de ellas había sido aquel maldito ataque bacteriológico, aquello que dejó a Silver huérfana a una edad de la que no podía acordarse... y que le dejó la piel y el pelo metalizados, negro azabache y plata fundida, una exótica muchacha que fue moneda de cambio durante la mitad de su vida.
De acuerdo, pase.
Agachando la cabeza, Silver atravesó la gruesa cortina que separaba la sala común del principio del Laberinto del Juego, aquello que algunos llamaban "atracción". Una atracción poseía, aquel extraño local. Solo abría una vez al año, y los precios de entrada eran exhorbitantes. Su principal gancho era la impunidad... en todos los sentidos. Durante casi seis horas, el lugar se convertía en una orgía de sangre y muerte, una guerra sin nombre y sin objetivo en la oscuridad que no tenía más objetivo que despertar la adrenalina, y sin ningún tipo de consecuencias.
Tal era la falta de emociones en el siglo XXIII, que buscaban despertarlas con lo que fuera.
Lo que fuera.
Y Silver vivía de aquello.
–Diecinueve.
Aguzó el oído. Un presentimiento, nada más, pero Silver tenía una sensación rara en el pecho. Diecinueve, diecinueve... ¿quién estaba en la cola dos puestos por detrás de ella? La muchacha no lo recordaba.
Apartó la sensación como a un insecto molesto, y dio tres pasos hacia delante. En la primera sala del laberinto no había nada, solo un amplio espacio vacío con cortinajes a los lados, por los que se accedía al resto de habitaciones; en ellas, escondidas en recovecos del suelo, o simplemente tiradas, estaban las armas con las que los jugadores se enzarzarían en una batalla con un solo vencedor.
Un solo vencedor por sala, y luego, las puertas se abrirían. El superviviente de cada sala se enfrentaría a los demás, hasta que solo quedase uno en pie.
A Silver le pagaban por ser esa una.
Veintitrés.
El sonido estaba amortiguado, pero la chica lo percibió con toda claridad. Se giró de golpe, buscando con la mirada al hombre al que había de matar. Lo mejor sería acabar con él el primero, garantizarse la paga – pues todo quedaba grabado y era exhibido en los televisores de todo el país, para deleite de los teleespectadores – y luego centrarse en sobrevivir.
Antes de dar con el hombre que ya estaba muerto, tropezó con otra mirada. Una mirada serena, tan carente de emociones como la suya propia. Una mirada de un profundo azul que parecía prendida en el vacío, y que por un segundo quedó trabada en los ojos grises, casi plateados, de Silver. 
La muchacha frunció el entrecejo un segundo, antes de ver por fin al hombre que ya estaba muerto. Pelo negro y rizado, ojos castaños, un lunar en la mejilla izquierda, labios finos, muy, muy alto.
Silver lo reconoció al segundo. La había martirizado en las calles desde niña, metiéndose con su piel plateada, con su pelo que parecía acero negro, con sus ojos neblinosos. La rabia la invadió en cuestión de segundos; nunca, nunca en su vida, se había alegrado tanto de haber aceptado un encargo.
Él también la reconoció.
–Eh, Hojalata – saludó, seguramente sin pararse a pensar en lo que decía, sin pararse a calibrar la situación y el lugar donde estaba. Se acercó a ella de dos largas y elásticas zancadas, y revolvió su pelo casi con camaradería –. Cuánto tiempo.
–No se puede decir que lo lamente – siseó Silver. El joven soltó una risilla, posiblemente pensando que la chica estaba de broma. Los niños no suelen ser conscientes de su propia crueldad hasta que es demasiado tarde.
Le dió un puñetazo en el brazo, al estilo de los soldados, con una amplia sonrisa. Sin duda no pensó que fuera a ser una provocación.
Silver se dio la vuelta, alejándose. Cuando ya estaba a punto de escapar de él, le dio otro puñetazo, esta vez en la espalda.
Esta vez demasiado fuerte.
–Buena suerte, Hojalata. Espero matart...
Blam.
No tuvo tiempo de decir más. Silver se revolvió y le saltó encima, con la agilidad de una pantera o de un gato furioso. Un metro sesenta y cinco de chica rabiosa, apenas sesenta kilos de pura fibra y músculo que se abalanzaron sobre aquel bocazas.
Crac.
Silver estrelló la cabeza del joven contra el suelo con una fuerza descomunal, inesperada a su tamaño. Aquel capullo gritó, y gritó con tanta fuerza que a Silver le estallaron lucecitas detrás de los ojos y sintió que el grito le taladraba el cráneo.
Crac.
Crac.
Crac.
Continuó estampando la cabeza del chico contra el suelo, una y otra vez, hasta que a duras penas lograba sostener aquel amasijo de sesos y huesos entre los dedos. No se detuvo ni siquiera cuando dejó de gritar, pues ella continuaba oyendo aquel estremecedor grito en su cabeza.
Crac.
Acabó con un último crujido sordo, viscoso. Se puso en pie sacudiendo las manos en el aire, salpicando de sangre y sesos a todos los que la rodeaban. Todos los que la observaban con los ojos desorbitados, la mirada perdida.
Se lamió los dedos, solo para darles algo con lo que murmurar durante los últimos minutos de su vida.
Acababa de dibujarse una diana en la espalda, y lo sabía. Sabía que ahora todos la atacarían a ella, porque era la más peligrosa, porque solo matándola lograrían tener una remota oportunidad de salir con vida de allí.
Pero Silver ya traía la diana de la calle. Ella era tres veces – consecutivas – campeona del Juego, vencedora indiscutible. Matar a aquel imbécil incluso antes de que comenzara la partida no hacía si no darle más dramatismo al tema, acelerar los acontecimientos.
Si aquello salía bien, Silver no tendría que volver a participar en el Juego para sobrevivir.
Aunque aquello había pensado la última vez.
Y la anterior.
Y la primera...
En una vida tan vacía como la suya, la adrenalina siempre terminaba imponiéndose, tratando de atrapar todo. Y Silver se dejaba seducir.
Miró a todos los que la rodeaban con una sonrisa demente.
–Espero que haya cámaras aquí fuera.

La sirena destrozó el silencio del laberinto con un aullido ensordecedor, y las luces de la primera sala se apagaron. Silver sabía que aquel era el momento en el que los que no tenían madera se quedaban inmóviles, aterrados, dándose cuenta por vez primera de en qué se habían metido, de que aquello les iba a costar la vida.
A Silver, aquello no le había pasado nunca. Ella no estimaba tanto su vida como para tener miedo.
Debía correr en la oscuridad hacia una de las salas, y encontrar un arma. Y deprisa. Si cuando las luces se encendieran no tenía una... bueno, no estaría perdida, pero lo tendría muy, muy difícil.
Así que corrió. Bloqueó aquella parte de su cerebro que la hacía racional, humana, y se convirtió solo en instinto. Una bola de rabia ansiosa por sobrevivir. Así la verían las cámaras de infrarrojos.
Así era ella.
Tropezó con alguien en su carrera, pero no se detuvo a pensar mucho. Ni siquiera necesitó tantear demasiado; encontró la cabeza, y la base del cuello, y en cuestión de segundos el delicado cordón que llevaba la vida de aquella persona estaba roto y Silver corría en la oscuridad, en línea recta, buscando la cortina.
La atravesó agachada, como un rayo, y cayó con un chapoteo. 
Había ido a parar a una sala con luz ultravioleta, casi en penumbra. El suelo estaba cubierto por una capa de agua de unos dos palmos de altura, suficiente para ahogar a una persona si no conseguía un arma. 
Tuvo suerte. Había un martillo apenas dos metros más allá de donde Silver se encontraba, y corrió hacia él como alma que lleva el diablo, sin ver que otra persona hacía lo mismo. El agua ralentizó los movimientos de las dos, y las mujeres se encontraron; una morena, salvaje, joven y rabiosa, y una rubia madura y bella, de marcadas curvas, tan deseable como aterradora la otra. Chocaron en un amasijo de brazos y piernas, y los nervudos brazos de Silver ganaron la batalla, atenazando el cuello de la mujer y asfixiándola poco a poco.
La cortina se movía, y la morena se dio cuenta de que no tenía tiempo de ahogar a su presa. Con un bufido de fastidio, la lanzó lejos de ella, sobre el agua, y se abalanzó sobre el martillo. Para su sorpresa, parecía ser la única arma de la sala; no podía creer su buena suerte. Se irguió en el agua, aferrándolo firmemente entre sus dedos.
Lo demás fue historia.
Hundió el tabique nasal de la rubia en su propio cerebro con un golpe bien dirigido de los nudillos. Reventó dos cabezas como melones maduros, y dejó a una cuarta víctima tendida en el agua, con el cuello roto, parapléjico, incapaz de levantarse, ahogándose lentamente.
Entonces entró él.
–Diecinueve – masculló Silver para sí. Bajo los focos ultravioletas, aquellos ojos parecían incluso más azules, y la chica sintió que algo extraño despertaba dentro de ella.
Enarboló el martillo, decidida a acabar con aquello. "Vete al infierno," iba a gritarle, cuando se sorprendió pronunciando otras palabras.
–Vete.
El joven de los ojos azules la miró, entrecerrando los ojos. Silver entornó los suyos también, amenazadora.
–Esta es mi sala. Soy la última. Vete o te mataré.
El chico le sostuvo la mirada unos segundos más antes de darse la vuelta y salir.
Silver se dejó caer de rodillas en el agua. Soltó el martillo. Agachó la cabeza para que el pelo le tapara la cara, y se cubrió el rostro con las manos.
Dejó escapar un tenue sollozo.

La segunda sirena avisó a Silver de que había llegado la hora de combatir.
Nadie había vuelto a entrar en la sala. La muchacha suponía que Diecinueve habría dado el aviso, que nadie querría enfrentarse a ella.
Por algún motivo, no era capaz de pensar en el como si estuviera muerto. Como pensaba en todos los demás.
Miró un segundo atrás antes de salir.
"Veintiséis" pensó para sí, y atravesó la cortina.
Las luces estaban encendidas, para que las cámaras no se perdieran ni un detalle del acontecimiento. Silver hizo un rápido recuento; seis personas, contando con ella. Un hombre, alto y musculoso, de pelo negro, un muchacho joven de pelo caoba, una brutal pelirroja de casi dos metros, un chico rubio de ojos azules – "mierda, puta, no" – y un hombre negro gigantesco.
Por algún extraño motivo, era el rubio de ojos intensamente azules el que más preocupaba a Silver. 
El que más la asustaba.
Se lanzó a por él en primer lugar, con el martillo en alto. Por el rabillo del ojos vio que los otros también se enzarzaban en combates, de dos en dos. Pensó que eso simplificaría las cosas; solo le quedarían dos adversarios cuando terminase con aquel.
El joven de ojos azules paró el primer golpe con su katana, un arma de filo mortífero que Silver adoraba usar y que deseaba haber conseguido. La chica dio un salto hacia atrás, esperando el contraataque, pero este no se produjo. Rodeó al chico por la derecha, dio un salto hacia la izquierda y lanzó un golpe de nuevo por la derecha, pero el joven lo paró con la empuñadura de la katana y la empujó hacia atrás.
De nuevo, no hubo contraataque.
Aquello pronto se convirtió en una danza, una danza demasiado rápida para que unos ojos humanos pudieran seguirla, una danza que solo Silver y su extraño adversario podían ejecutar.
Y de pronto, un relámpago de acero fue demasiado rápido para el ojo de Silver e hizo saltar su martillo de su mano.
En el tiempo que dura una respiración, Silver supo que estaba muerta.
Y de pronto el chico había girado la katana y se la ofrecía, con el mango hacia la muchacha plateada, el mortífero filo apuntando a su estómago.
Algo se rompió dentro de Silver, algo muy secreto y que llevaba mucho tiempo allí. La chica no supo de qué se trataba ni como arreglarlo, solo supo que se había roto y que no tenía arreglo. Estalló en mil pedazos y la dejó con una extraña sensación de flojedad en brazos y piernas, las manos débiles, la boca seca, un extraño escozor en la garganta.
–Yo...
Alguien se abalanzó sobre ella, Silver vio un filo plateado por el rabillo del ojo. Se agachó, y durante un segundo se le pasó por la cabeza que todo lo que el muchacho de ojos azules había hecho por ella no era más que una farsa, un modo de distraerla del atacante en la oscuridad.
Un segundo después, el filo plateado se hundía en su hombro y la empujaba hacia delante, chocando contra la katana, que se hundió unos centímetros en el estómago del muchacho que acababa de ofrecerle su vida en bandeja.
–¡NO!
No fue una palabra, fue un gruñido bestial. Silver se revolvió con el filo aún clavado en su hombro, se giró y tal fue su ímpetu que arrancó el cuchillo de la mano de su agresor, quedándose clavado en su hombro izquierdo.
No tenía armas y no podía usar el brazo derecho, pero por algún motivo, nada de aquello importaba. Su mano derecha encontró en aquel rostro negro como la noche un blando globo ocular, y su índice se introdujo por el. Los dientes de Silver habían llegado de alguna manera al cuello de aquel individuo, aquel último adversario, y lo desgarraban a dentelladas.
Silver era un animal destrozado, ciego de dolor y rabia, una rabia bestial por saber que algo había acabado antes incluso de comenzar. Aquel chico, aquel hermoso chico de ojos azules le había ofrecido su vida por algo que los dos sabían que no podían tener. Había estado dispuesto a morir por algo que no llegaría a vivir.
–Serena.
Silver se volvió, vacilante. El chico de ojos azules la miraba desde el suelo, con aquellos ojos en los que la muchacha plateada podría ahogarse fijos en ella.
–¿Cómo has dicho?
–Serena – repitió el chico, con dificultad –. Serena, ya está muerto.
–Serena... – susurró la chica, mirando al inmenso negro que yacía en el suelo, destrozado. 
Solo quedaban ellos dos.
–Serena – repitió, como si acabase de salir de un sueño. A su lado, el chico de ojos azules, inmóvil e inconsciente a su lado –. Serena.
Se puso en pie y miró a su alrededor, pero no tenía a donde mirar. No había nada que ver. Tanteó su hombro izquierdo y se sacó el filo; una punta de flecha. ¿Una punta de flecha? Tenía que haber un arco.
Volvió junto a su chico de ojos azules, y se arrodilló a su lado. Desgarró sus mangas y las perneras de sus pantalones, y le hizo un torniquete lo mejor que pudo.
–Espérame, no tardaré – susurró. Sabía que estaba volviendo locos a los cámaras. ¿Iba a suicidarse? Sabía que anteriores concursantes lo habían hecho, que muchos no podían soportar matar a nadie más. 
Silver, o Serena, tampoco podía soportarlo.
Pero ella o quería morir.
No ahora.
Se hizo un torniquete en el hombro con la poca tela que le quedaba, y comprobó que podía usarlo, más o menos.
Respiró hondo.
Se sabía única y excepcional. Para sacar adelante aquello, tenía que conseguir sacar todo su potencial. Con una tremenda pérdida de sangre, una increíble presión emocional y un hombro casi inútil, tenía que lograr lo imposible.
–No te mueras, chico – susurró –. Me debes una explicación.
Cerró los ojos,  respiró hondo una vez más. Contó los latidos de su corazón.
Uno.
Dos.
Tres.
Abrió los ojos.
Serena echó a correr, tan rápido como sus bien entrenadas piernas se lo permitieron. Cogió el arco, que descansaba junto al cadáver de la monstruosa pelirroja, sacó una flecha del pecho del chico con el pelo color caoba y la montó en el arco. Apuntó a la cámara que había elegido, cuyo ángulo cubría el lugar que le interesaba.
Disparó.
La cámara estalló en una nube de chispas,y una de ellas alcanzó uno de los cortinajes, que comenzó a arder. Ni planeándolo podía haberle salido mejor. 
Se arrodilló un segundo junto al cadáver de la gigantesca pelirroja y le arrebató el cinturón a duras penas. Cuando lo tuvo en sus manos, corrió junto al cuerpo inmóvil del chico de ojos azules, y le buscó el pulso; seguía allí, débil, pero constante. Lo levantó a duras penas y se lo cargó a la espalda, como una niña jugando a los caballitos. Metió los tobillos del muchacho en su propio cinturón, y aferró su torso al de ella con el cinturón de la pelirroja.
Calculaba que los cámaras ya habrían llamado a seguridad.
Cogió la katana del chico, y al agacharse a punto estuvo de caerse; era demasiado. El dolor del hombro, el cansancio, todo.
Tenía que seguir.
Se enderezó y miró hacia atrás, hacia las llamas. Cerrando los ojos, corrió hacia ellas. La puerta estaba detrás. Silver era rápida como una sombra. Serena quería salir de allí.
Sin apenas respirar un segundo antes, se lanzó sobre las llamas.

–Serena...
–Silver.
–No. Tus padres te llamaron Serena. Eres Serena. Puedes olvidar a Silver. Ya no es necesaria.
La hermosa joven de piel plateada y pelo de acero negro apartó la mirada, escrutando el horizonte con unos ojos que parecían hechos de niebla solidificada.
–Que ya no es necesaria, es cierto. Pero, ¿olvidarla? No sería buena idea. Olvidarla significaría que puedo volver a caer en lo mismo. Y no puedo hacerlo. Necesito esto. Necesito dejarlo atrás, pero no dejar que desaparezca. Necesito vivir con ello, pero que no me condicione. Necesito... no sé. Necesito muchas cosas. ¿Es demasiado complicado?
El chico de ojos azules, profundos como la noche, unos ojos en los que Serena siempre podría ahogarse, sonrió.
Sí, es demasiado complicado. Pero te entiendo. Una vez, yo fui tú.
–Querrás decir que fuiste como yo.
Él se encogió de hombros.
–¿Hay tanta diferencia?
La chica de plata le devolvió la sonrisa, sin saber qué decir. Y se quedaron en silencio, más allá de todas las cosas, como al final de todas las historias.
Sin necesidad de palabras.


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domingo, 30 de septiembre de 2012

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Otoño. 
Hojas suicidas, olor a humo y a lluvia, cristales empañados de vaho y manos frías.
El otoño es una época de cambio, y lo dice una criatura en perenne revolución. El otoño invita a quedarse en casa, acurrucados en torno a un fuego caliente y con aroma a hogar, a frotarse las palmas y a comer algo calentito, castañas y chocolate, suelen decir las abuelas. El otoño invita a despedirse del verano y a prepararse para el invierno; el otoño es un nostálgico empedernido.
Pero, por algún extraño motivo, el otoño y el verano no consiguen distanciarse como deberían. Aún quedan coletazos de estío abriéndose camino entre las lluvias y las primeras nieblas, tardes de sol radiante que hacen brillar esmeralda la hierba aún mojada.
Esas tardes se van ahogando, van desapareciendo, se pierden entre la lluvia y las nubes. Después, solo queda el frío. 
Más tarde llega la escarcha.
Pero el otoño aún no ha pasado, aún estamos entre lluvias rápidas y coletazos de sol, y aún hay tiempo para la melancolía, esa alegría agridulce que te hace sentir sumergido en agua caliente aunque estés empapado. La melancolía de los paseos con paraguas, cuando la tibieza reinante aún permite no llevar guantes. La melancolía de las hojas lanzándose en un suicidio colectivo desde lo más alto de las ramas de los árboles, que se sacuden el verano para su largo sueño de invierno. La melancolía de la música leve, las noches cada vez más largas.
Sí.
El otoño está hecho para la dulce melancolía del verano, y yo soy una melancólica empedernida.


miércoles, 19 de septiembre de 2012

Apocalypse IV





  Orión dirigía la mirada hacia Dan, aunque no tenía claro que ella se la devolviese. Sus ojos de color del oro viejo estaban iluminados por el reflejo de la luz de la mañana, en un semicírculo aún más dorado que rodeaba su iris; pero no dejaban ver ni una pizca de consciencia.
Ella hizo un movimiento lento, perezoso, y Orión se sobresaltó. Con lágrimas brotando en sus ojos se llevó rápidamente la mira del rifle junto a su ojo derecho, apuntando a la cabeza de su amiga con manos temblorosas. Ella, al no poder llevarse la mano a la boca, dio un tirón a las cuerdas y a las manos de Nilo, que estaba tirado a su lado, como un fardo muerto. 
«Tengo que hacerlo,» se susurró Orión, sintiendo una enorme y ardiente esfera de fuego, miedo y culpa condensándose en su estómago. Cuando ella abrió la boca todo lo que sus mandíbulas la permitían exhaló un gemido estremecedor, y él aferró su rifle como si fuera lo único que quedaba de su triste vida. Ella al fin se espabiló un poco, y tuvo que reprimir el tremendo bostezo para hablarle:
– Cabrón, ¡que no estoy muerta!
– Pero como sigas tocando las narices tú lo estarás en breves, Orión – Nilo se había tumbado de medio lado, con los ojos apenas abiertos; tenía cara de pocos amigos y ganas de dormir más.
Orión dejó el rifle en el banco de herramientas y entre carcajadas corrió a tirarse sobre sus amigos, sin hacer caso de la expresión de Nilo. Les abrazó a ambos, y después, a ella le revolvió aún más el pelo corto, y a él le dedicó un puñetazo amistoso en el pecho. Eran unos cabronazos, unos cabronazos con suerte. Ellos le devolvieron los gestos, sonrieron y se besaron mientras Orión gritaba:
– ¡Están vivos!
Uno a uno, el resto del grupo fue saliendo del salón-comedor, para encontrarse con sus dos compañeros casi-zombies. El primero fue Lykaios, que no pudo reprimir una amplia sonrisa al reunirse con ellos. Estaba espabilado, y llevaba puestos sus vaqueros negros, como siempre. 
Después entró Damián, aún en pijama y con la misma cara de sueño que Nilo, y los apretados rizos apenas perturbados por haber pasado toda la noche contra la almohada. Lena le seguía, dándole empujoncitos con su amistosa expresión de "anda que no duerme este chico". Todos expresaron su satisfacción al ver a sus amigos vivos. Les abrazaron, les dieron palmadas en la espalda. Era una escena idílica, pero en ella había algo que fallaba... 
–¿Qué, hoy tampoco le tocaba la guardia a nadie? –  soltó Nilo hacia el techo, justo después de dejarse caer de nuevo en el jergón.
– A mí no  –  dijo Lena.
– Ni... -Damián bostezó –... a mí.
– A nosotros desde luego que no –  añadió Dan, acariciando el pelo encrespado de Nilo.
Orión negó con la cabeza instintiva y tímidamente. Quizá sí la debía haber hecho él... Se le pasó por la cabeza admitirlo, pero no lo tenía claro. Además, sería mejor que las culpas se las echaran los unos a los otros.
Para su alivio, todos se encogieron de hombros y dejaron pasar el tema. El hecho de que la pareja siguiera viva había sustituido sus ganas de pelea por una alegría que hacía tiempo que no sentían. Tetas, si hasta Lykaios el impasible estaba sonriendo como un niño.
Aún con las sonrisas en la cara, se pusieron en movimiento. Lo primero fue echar un vistazo a todo el perímetro de la finca, para joder bien a los zombies que se hubieran acercado durante esta noche sin vigilante. Su número era alarmante. Orión ya había avisado de la presencia de dos de ellos a Lena y su ballesta cuando Damián les llamó desde a otra punta de la finca.
Al llegar, Orión vio cómo sus compañeros se reunían en torno a un punto de la verja, como cuando la zorrilla esa se les presentó herida... pero todos aguardaban a más distancia de la valla. Ahí, al otro lado, había una figura conocida y extraña. Era esa chica tonta, Paula, que se aferraba a la verja con dedos que ahora parecían más afilados. Su boca estaba demasiado abierta, exhalando sonidos estremecedores, goteando de una maloliente mezcla de sangre, bilis y saliva. Parecía que los zombis no la habían tocado. Salvo... salvo por ese mordisco bajo el pecho derecho. Joder, tenía unas buenas tetas, pero ahora sólo se podía mirar a ese hoyo en su carne... se le veían las costillas.
A Orión le vino una arcada. Y otra, y luego otra. Los no-muertos cualquiera eran fáciles de soportar, de ver como simples cuerpos... Pero si se había visto a la persona viva, era aún más repugnante, muchísimo más. Siempre se venía a la cabeza la diferencia entre la piel cálida y suave de antes a la pútrida y muerta de la zombificación, la pregunta de qué habría pasado durante el cambio. Y se erizaba el vello, y daban ganas de vomitar. Pero esta vez Orión pudo reprimirlas y acercarse más. Llegó a tiempo de escuchar la voz de Dan, algo temblorosa, pero decidida.
– Déjame a mí –  dijo, mientras indicaba con un gesto a Lena que bajara su ballesta – , se lo debo, por lo de los gatos. Si no fuera por ella podríamos haber acabado todos así… y yo soy la que más tiempo pasa con Jackie, la que más probablemente se hubiera contagiado.
Encajó una pequeña saeta en su ballesta y tensó la cuerda con ayuda de la palanca, usando su tórax como punto de apoyo. Apuntó con la mira telescópica, aunque la distancia era mínima; soltó el seguro, murmuró un "gracias" y disparó. Con un discreto silbido la energía de la cuerda hizo que la flecha saliera disparada, y casi instantáneamente el cráneo de la zombie se quebró, dejándola tendida en el suelo, por fin inmóvil.
Se hizo un breve silencio contemplativo. Dan miraba fijamente al cadáver, con una mezcla de miedo y culpa en la cara. Lykaios y Lena esperaban con parecida impasibilidad, y Damián miraba alternativamente a sus compañeros, quizá preguntándose cómo había acabado metido en todo esto. Orión movía la cabeza lentamente, de izquierda a derecha, rogando a quien fuera que estuviera ahí arriba de que aquello no estuviera pasando. Su ensimismamiento cesó con las palabras de Nilo.
– No podemos volver a hacer esto
Damián le miró confundido, Orión creyó haberlo entendido.
–¿El qué? – se atrevió a preguntar Dan, aún con la mirada perdida en la frente quebrada de Paula.
– No... –  él no tenía muy claro lo que iba a decir – . Esto no es...
Orión empezó a ponerse nervioso. No estaba acostumbrado a que Nilo se trabara tanto, aunque parecía que Dan sí. El chico de ojos casi negros juntó los dedos de su mano derecha, buscando la palabra adecuada.
– No es piadoso, es cruel –  concluyó, al fin –. La habríamos ayudado más acabando con ella antes, y no dejando que se transformara... en eso.
– Pero aún era humana, ¡Somos supervivientes, no asesinos! –  Orión no concebía cómo podía siquiera pensar en matar a un ser humano inocente, a sangre fría.
– No es bonito... pero hay que reconocer que hubiera sido mejor para ella –  Lena habló con voz monótona, estaba perdida entre sus propios pensamientos.
– Pero... –  el chico de la camisa militar no sabía cómo responder. Había sido criado por los valores que se exaltaban en las películas americanas, y ese respeto por la vida era lo que de verdad importaba para él. Era su identidad como superviviente, lo último a lo que aferrarse.
– Orión, creo que Nilo tiene razón. ¿No imaginas lo que ha tenido que pasar hasta llegar de nuevo junto a esta verja? –  Dan, su mejor amiga, señaló al cadáver de forma cruel. Cada vez apestaba más.
Damián se encogió de hombros falsamente, dando a entender que tenía una opinión al respecto, pero que no quería pronunciarse. Lykaios parecía no tener ningún tipo de inclinación, aunque eso era lo habitual. Orión agachó la cabeza y apretó los puños, tratando de aceptar la realidad que le presentaban sus compañeros. Era demasiado inhumano, demasiado cruel. Aunque en su situación desechar un poco de humanidad quizá estuviera impuesto para quienes quisieran seguir con vida.
Pronto volvieron a ponerse en marcha. Acabaron con el resto de los zombies y quemaron los cadáveres. Doce en total, mucho más que los que solían eliminar las noches del mes pasado. Aquello empezaba a no ser seguro.
Con una pena terrible, decidieron acabar con todos los gatos. Desde el principio tuvieron claro que no eran mascotas, que no debían cogerles cariño. Orión creyó haberlo conseguido, pero al verse obligado a cazarlos sin piedad tuvo que reprimir alguna que otra lágrima. El sol comenzaba a abrasar, pero aún más lo hacía la tristeza de tener que acabar con los animalillos que les habían acompañado todo este tiempo. Aquel no estaba siendo un buen día. Hacía tiempo que no tenían uno bueno.

Despertó en plena noche, con la respiración agitada como si acabase de correr veinte kilómetros. Dan se incorporó lentamente y miró a su alrededor, tratando de tranquilizarse. No sabía que la había despertado, pero dejó de importar cuando vio que los demás también habían abierto los ojos y se miraban unos a otros, con un funesto presentimiento escrito en la mirada.
– ¿Qué coño...? – comenzó a preguntar Orión, pero de pronto todos volvieron a escuchar lo que los había despertado; un estampido tenue, apenas nada, que se notaba más en la vibración que en el ruido en sí mismo.
Todos reconocieron al segundo el sonido de un arma con silenciador, y se pusieron en pie, moviéndose frenéticamente. Lena estaba de guardia, sola en el exterior, y alguien estaba disparando. Los zombies no usaban herramientas; obviamente, eran humanos, y no humanos amigables.
Dan ya sospechaba que, tarde o temprano, la sociedad escindida acabaría por convertirse en simplemente una serie de grupos aliados entre sí, en los que primaría la ley del más fuerte. Nilo compartía su teoría, y los dos sabían que no estaban preparados para enfrentarse a humanos armados. Por eso ambos se detuvieron unos segundos a pertrecharse bien, y lo mismo hicieron los demás. Lykaios, con la determinación escrita en su normalmente adusto rostro, amartilló y preparó su fusil.
–Voy a subir al tejado. 
Salieron uno a uno, pisando con delicadeza sobre la suela de goma de sus botas de montaña y aferrando bien sus armas. Lykaios subió al tejado por la parte trasera, y Nilo, Dan y Damián fueron hacia la verja principal pegados a las encinas, tratando de esconderse en las sombras, mientras Orión los cubría desde la puerta de la nave.
A la tenue luz de la luna, Dan vio el cuerpo yacente de Lena, a pocos pasos de la verja. En la puerta había varias siluetas oscuras; la muchacha contó al menos cuatro, pero no podía estar segura. Sentía el peso tranquilizador del martillo y el hacha contra los riñones, pero los desconocidos tenían armas de fuego. Nilo, a su derecha, sacó la ballesta y comenzó a cargarla; tenía mejor puntería que Dan. La muchacha confiaba que la saeta alcanzase y derribase al menos a uno de los asaltantes, y que aquello incitase a Lykaios y a Orión a disparar. Si conseguían eliminar al menos a tres de los hombres, tendrían más posibilidades de salir con vida del encuentro.
Lena yacía en el suelo, totalmente inmóvil. A pesar de que al ser de noche no era fácil percibir nada, Dan creyó ver una mancha de oscura humedad en su vientre; si tenía un tiro en el estómago, ni todos los conocimientos de curandera de Dan podrían salvarle la vida.
–No estés muerta, por favor – masculló entre dientes la chica, y tanteó el mango rugoso de su hacha hasta sacarla del cinturón que había confeccionado ella misma a fin de sujetarla. Era tranquilizador sentir aquel peso en la mano, aquella prolongación de su brazo.
Nilo apoyó la ballesta contra su hombro y acercó el ojo a la mira. Siguiendo la dirección del cañón, Dan calculó que quería disparar al cuello o a la cabeza del hombre que se afanaba en forzar el candando que cerraba la verja; el chico quería un tiro mortal, acabar cuanto antes.
La saeta surcó el aire con un leve silbido, y un crujido sordo indicó a Dan que había tocado y roto al menos un hueso. El hombre se desplomó como un saco, y los muchachos vieron que los otros empuñaban sus armas, buscando el origen del ataque y prestos para disparar. Antes de que pudieran hacer nada, un suave estallido indicó a Dan que su letal hermanito acababa de entrar en acción; para su sorpresa, no una si no dos figuras cayeron derribadas, aunque la chica no alcanzó a oír el segundo disparo.
Una traca de estampidos rompió el tenso silencio, mientras Orión descargaba una ráfaga de su fusil sobre los dos atacantes que aún quedaban en pie. 
Antes incluso de que los hombres se derrumbasen, el gruñido bronco de un motor indicó a Dan que había al menos un hombre más, y que estaba al volante de un vehículo. La chica comenzó a gritar una advertencia, pero antes de que pudiera acabar la primera palabra, un todoterreno pasó pobre los cadáveres de los asaltantes y se estrelló contra la verja, que salió despedida y cayó sobre Lena, que seguía inmóvil en el suelo.
Dan recuperó la voz justo a tiempo para gritar;
– ¡Dispara, Lyk!
Su hermano no había esperado a la orden. Tres balas abandonaron su fusil en rápida sucesión, en tanto que del de Orión salía otra ráfaga que reventó el radiador y los neumáticos. El vehículo se detuvo a pocos centímetros de la puerta, mientras el único asaltante superviviente se retorcía entre agónicos bramidos en su interior.
Nilo, Dan y Damián corrieron hacia Lena, sin preocuparse de lo que ocurriera con el vehículo. Con rápidos y precisos movimientos, los dos muchachos retiraron la verja y Dan se dejó caer de rodillas junto a Lena. Respiró hondo un segundo, para serenarse; su abuela le había enseñado que una buena curandera jamás está nerviosa al atender a un herido, jamás se deja llevar por el pánico. Con entrenada facilidad, Dánae se sumergió en un frío estado cerebral que le permitía ver a su amiga como un cuerpo que había que reparar, y nada más.
Libre de la carga emocional, las fuertes manos de la muchacha palparon el torso de Lena, buscando la herida que le provocaba la pérdida de sangre. Sorprendida, comprobó que su vientre estaba empapado en sangre, pero ileso. Cuando iba a apartarse el brazo que la joven apretaba contra el costado, Lena abrió un ojo.
– Pensé que sería mejor que me dieran por muerta   jadeó, con una torva sonrisa –. Puse el brazo contra el pecho para que pensasen que me habían dado y no disparasen dos veces.
Dánae le respondió con una sonrisa serena y tranquilizadora.
– Está bien, Lena. Muy bien pensado.
Lena volvió a cerrar el único ojo que había abierto, y Dánae se desanudó el pañuelo de la frente para hacer un torniquete en el brazo de la joven. Tenía orificio de entrada, pero no de salida, y la joven curandera supuso que tendría que sacar la bala para evitar infecciones. Tanteando con suavidad, calculó que estaría alojada contra el cúbito del brazo derecho, y que el hueso podría estar astillado, aunque no roto. Hizo el torniquete un poco por encima del orificio, y cuando la sangre dejó de manar, tanteó la herida con los dedos; poco más podía hacer en la oscuridad. Parecía una herida limpia.
– Deberíamos llevarla dentro... – empezó a decir, algo en la expresión de Nilo la hizo callar.
De pronto, se dio cuenta de que todo estaba muy silencioso. Demasiado silencioso. Y al erguirse y apartarse de la sangre de Lena, percibió el hedor y perdió aquella serenidad que la poseía cuando curaba.
– Creo que hemos hecho demasiado ruido – masculló Damián, enarbolando su extraña maza. Dan, lívida, asintió.
– ¿Podéis entretenerlos? – preguntó, nerviosa.
– Llévatela.
Dan miró a Nilo a los ojos, angustiada, pero él parecía seguro de lo que hacía.
– Llévala a dentro, Dánae. Ponla a salvo. Nosotros iremos enseguida.
La muchacha miró hacia el hueco que había dejado la verja rota, y contó al menos seis siluetas, pero sabía que vendrían más. No había tiempo para dudar; ella era curandera, tenía que poner a salvo al herido. Se lo pedía en instinto, lo llevaba en las venas.
– No tardes – murmuró, antes de arrodillarse junto a Lena. Pasó los brazos por debajo de su cuerpo y la levantó sin apenas esfuerzo, pesaba apenas más que un niño –. Te estaré esperando.
Nilo asintió sin apartar la mirada de los zombies que se acercaban con paso lento, inexorable. Dan echó a correr, cruzándose con Orión en su carrera, que se dirigía al lugar donde pronto tendría lugar la refriega a ayudar. Apenas intercambió con él un desmañado gesto con la cabeza, y siguió corriendo, rezando entre dientes mientras rodeaba el todoterreno destrozado donde el asaltante cosido a tiros aún agonizaba, abría la puerta de la nave y se precipitaba al interior, cerrándola a sus espaldas.
No miró atrás ni una vez, porque sabía que perdería el valor. No se permitió pensar, ni sentir, ni tener miedo, mientras tendía a Lena en la mesa de la cocina y rebuscaba entre los útiles de los que disponían hasta dar con algo que le permitiera salvarle el brazo. No apartó la vista de su paciente, iluminada por la tenue luz de las velas, mientras en el exterior sonaban golpes y sordos disparos del fusil de Lykaios. Ni siquiera lo hizo cuando el alba se coló por las ventanas, cuando consiguió al fin extraer la bala y la dejó caer con un sordo golpeteo sobre la mesa.
Allí, en aquel instante, en aquel momento, Dan era Dánae, la última de su estirpe, una curandera con todas las de la ley. No podía permitirse pensar en otra cosa. Si lo hacía, se moriría de miedo.
Y el miedo de Dan podía costarle un brazo a Lena.

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martes, 17 de julio de 2012

Oceánica.

Hoy me le levantado de buen humor. Tal vez fuera el sol que entraba por la ventana y me ha despertado a base de jugar sobre mis párpados cerrados, o la suave brisa del amanecer, fresca, que erizaba mi piel como la caricia de una pluma.
Tal vez fuera simplemente que tengo muchas ganas de vivir, sin más.
El sol al otro lado de los cristales ya no es el sol juguetón de esta mañana, es un sol ardiente y despiadado que se desploma sobre los ladrillos naranjas de la ciudad, y el cielo se ha vuelto de un turquesa intenso, del mismo tono que el vestido que se enreda entre mis piernas. Los cabellos negros que se me escapan del descuidado moño acarician mi cuello y mis hombros desnudos, y tengo unas ganas increíbles de correr entre la hierba. Siempre me ha gustado correr descalza.
No corre ni una brizna de aire esta mañana, y sin embargo a mí me parece que el viento sí que corre, que trae el olor salado del mar. Ya queda muy poco para que vuelva a verlo, a sumergirme en su abrazo salvaje, profundo, frío y fuerte. Anhelante y exigente, como solo el océano puede serlo.
Lo echo de menos. Lo añoro, como siempre me ocurre tras un año sin verlo.
Pero por ridículo que suene, este año no espero con tanta emoción el reencuentro. Porque sumergirme en ese abrazo me quitará, al menos durante un tiempo, el calor y el olor de otros brazos, unos de piel tostada y tan firmes que podrían mantener mis pies en el suelo durante una tormenta.
Un abrazo humano, un abrazo para el que he estado destinada desde que nací. O puede que desde antes.
Añoro el mar, porque es como yo. Salvaje, impulsivo, indomable. Sé que debo acudir a su seno para volver a encontrar mi fuerza.
Pero también sé que, esta vez, cuando deba abandonarlo la despedida no será tan dura.

miércoles, 20 de junio de 2012

Valor

El valor se saca de cosas pequeñas, de diminutas tonterías. De detalles que significan algo para ti, o que lo significaron algún día.
Pequeñas cosas que te sacan una sonrisa.
Esa es la forma de seguir avanzando. Buscar algo, un motivo, una pequeña tontería que te haga pensar que vale la pena seguir peleando. Y agarrarte a ella para seguir adelante.
Una imagen, una caricia, una canción.
Cualquier cosa vale.
Cualquier cosa hermosa que te haga sonreír y sentirte en casa.

martes, 19 de junio de 2012

Silence

Hay gente que sabe bailar, gente que sabe cantar, y gente que sabe hacer las dos cosas. Tú, que no sabes hacer ninguna, siéntate en la oscuridad y mira a los que sí saben.

Cuántas veces me repitieron eso de niña. Entonces asentía, me tragaba las lágrimas, sacaba orgullo de alguna parte (es asombroso el orgullo que puede tener escondido una niña que no sabe bailar ni cantar) y me sentaba a oscuras a ver bailar y cantar a los que sí sabían.
Ahora me pregunto, ¿qué niña de cinco años sabe bailar?
Pero también es cierto que no hay muchas niñas de cinco años con una cabeza como la que tenía yo.
Así que me sentaba a oscuras, y miraba a los que sabían bailar y cantar. Dioses, cómo los envidiaba. Nadie sabe lo que yo habría dado por poder subirme a un escenario e intuir al público, allá a oscuras, mirándome. Saber que podía enseñarles algo hermoso. Que iba a hacer algo realmente bien.
Pero nunca fue así. Mis padres me apuntaron a un eterno desfile de clases; ballet, flamenco, bailes de salón, jotas. Jamás fui capaz de mover mis pies y mis brazos como ellos decían que lo hiciera, jamás me sentí nada más que una marioneta con los hilos demasiado prietos. Me gustaba moverme a solas, a oscuras, donde ni siquiera yo misma me veía. A oscuras no hay sitio para la vergüenza. A oscuras podía bailar sin miedo.
En cuanto a cantar... mi padre y mi madre jamás supieron cantar. A mí me gustaba. Me gustaba cantar, lo confieso, ¿por qué no? Me parecía lo más hermoso del mundo, las canciones. Amaba la música, amaba las palabras, ¿qué hay más hermoso que una canción?
Pero mi voz era demasiado aguda. Demasiado irritante para los oídos de mi madre, que me mandaba callar a cada momento. Con siete años ya cantaba sola sin cantar, solo moviendo los labios. Me atrevería a decir que olvidé cómo se cantaba.

Hay gente que sabe bailar, gente que sabe cantar, y gente que sabe hacer las dos cosas. Tú, que no sabes hacer ninguna, siéntate en la oscuridad y mira a los que sí saben.

Me acostumbré a ello, y me gustaba. Esconder mi descoordinado cuerpo en la oscuridad, donde nadie pudiera ver si, al mover los dedos sin querer haciéndolos bailar sin pretenderlo, era capaz de seguir el ritmo o no. Cantar sin mover la garganta, acariciando las palabras con los labios sin dejar que una pizca de aire saliera. Ver a los que sí sabían moverse en comunión con la música. Piernas, brazos, manos y torsos, qué maravilla. Ellos merecían estar allí, a la luz de aquellos focos, y yo a oscuras entre bastidores. Yo, que solo sabía manejar las palabras, que ni siquiera entendía de emociones, debía quedarme en la sombra y observar. En silencio, sin molestar a los artistas. Ser solo la voz narradora de los que tenían una historia que merecía ser contada.
Mis padres estaban muy orgullosos de mí.
Ellos no sabían que, aunque era feliz a oscuras, no siempre me limitaba a mirar. Que intentaba aprender. Ellos no sabían que no quería ser siempre solo espectadora. Que yo sabía que, aunque no fuera digna de salir ahí fuera, podía bailar donde nadie pudiera verme. En cualquier rincón, donde estuviera sola y tranquila, podía poner música, cerrar los ojos o apagar la luz, y bailar. Seguirla, sin importar cómo ni por qué. Seguir el ritmo como si fuera los latidos de mi corazón. Bailar. Bailar bien o mal, pero bailar. Y ser feliz.
A solas.
Ellos tampoco se dieron cuenta cuando mi voz comenzó a cambiar. El tono agudo que tanto irritaba a mi madre se fue endulzando de extraña manera, una prima paciente me enseñó canciones de antes de mi nacimiento, y poco a poco y en soledad fui adquiriendo una extraña sabiduría. 
De acuerdo.
Jamás cantaría de un modo que mereciese ser admirado.
Pero cantaría. Donde nadie me oyera, cantaría. Para mí. Porque no tenía por qué ser perfecta para ser feliz.

Hay gente que sabe bailar, gente que sabe cantar, y gente que sabe hacer las dos cosas. Tú, que no sabes hacer ninguna, siéntate en la oscuridad y mira a los que sí saben.

Hay cosas que no se pueden ocultar.
No podía evitar tararear canciones, viejas y nuevas. No podía evitar ser feliz con ello. No podía cantar delante de mis padres, ni siquiera aunque mi voz hubiera evolucionado en algo mejor, tal vez algo digno de ser oído. Nunca sería lo bastante buena para ellos. Me harían callar.
Y me tocaría volver a ser la niña pequeña que se esconde entre bastidores y va recuperando poco a poco el valor. Tendría que empezar desde cero otra vez.
Y no sabía si estaba preparada para eso.
Pero entre mis amigos... ¿por qué callar entre mis amigos?
Y para mi sorpresa, me dijeron que cantaba bien. Yo sabía que no tenía una gran voz, que nunca la tendría. Que no sabía cantar, jamás me han enseñado.
Pero adoro cantar. hacerlo, de no sé qué extraña manera. Puedo hacerlo.
Puedo ser feliz haciéndolo.

Hay gente que sabe bailar, gente que sabe cantar, y gente que sabe hacer las dos cosas. Tú, que no sabes hacer ninguna, siéntate en la oscuridad y mira a los que sí saben.

Aprendí. 
Aprendí a cantar. Jamás como una profesional, ni siquiera como una aficionada.
Solo como una chica que necesitaba estallar por alguna parte. Una chica que estaba cansada de gritar en el papel. Una chica que quería gritar de viva voz.
Jamás podré bailar. 
Demasiado tiempo reprimiéndome cuando fue el momento de aprender. Demasiado tiempo oyendo en mi cabeza "estate quieta, no eres lo bastante buena." Demasiado tiempo sabiendo que mi cuerpo no sabe bailar, y mi cabeza tampoco.
Jamás podré subirme a un escenario y bailar. 
Me encantaría. 
Me encantaría bailar, simplemente.
Pero no puedo, ni podré.
Demasiado tiempo siendo una marioneta. Ahora no sé moverme sin los hilos.

Pero puedo cantar. 
Puedo cerrar los ojos y de repente solo está la música y yo sé lo que tengo que hacer.
Jamás seré lo bastante buena.
Pero seré feliz haciéndolo.
Y eso es más de lo que me habría atrevido a soñar.

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