Cierro los ojos.
Cuenta hasta tres. Pero no sirve contar, hay que medir el tiempo en latidos. Cielo abajo. Todo tirita, todo tiembla... cielo abajo.
Parpadeo.
A veces le pregunto a mi corazón cómo demonios se atreve a seguir latiendo. A veces me diría que tú también se lo preguntas, ¿verdad? Cada mañana, cada vez que despiertas y no sabes si voy a seguir ahí. Si te sirve de consuelo, yo tampoco lo sé. Cada amanecer cuando abro los ojos y el sol hiere mis pupilas hasta convertirlas en cabezas de alfiler... cada aurora que es una maldición y una bendición.
¿Alguna vez te has enamorado? Y no digo encapricharte. No digo encapricharte y cegarte y dejar que lo que la otra persona diga o sienta te haga cometer estupideces. Eso no es amor. Eso es capricho. Todos los adolescentes de este mundo lo han sufrido alguna vez. Todos creen haber sufrido por amor.
Yo hablo de amor... amor de verdad. Hablo de entregar todo lo que tienes, lo bueno y lo malo, entregar cada partícula de tu ser... entregar cada latido de tu corazón.
El cielo está despejado, es una noche preciosa. Una noche de luna llena, una noche perfecta para salir a buscar hadas. O a que te muerdan los duendes. Parece que últimamente están agresivos.
El viento sopla entre las hojas de los álamos y yo me pregunto si acurrucarme entre sus raíces y dormir el resto de mi existencia o talarlos todos. No más vaivenes de hojas plateadas y verdes, no más susurros engañosos de día y de noche. El silencio sería paz.
La luna parece un ojo vigilante en el cielo. En otro tiempo habría sido capaz de volar hasta ella, tú lo sabes de sobra. Yo nací con alas, como cualquier otro ángel. Un par de alas blancas y preciosas, un par de alas que era casi incapaz de no batir continuamente. Cuando cierro los ojos... ay. Aún recuerdo cómo era eso. Era emoción pura, era estar allí donde nadie pudiera alcanzarme pero donde todo estaba a mi alcance. Por encima de las nubes... el sol se derramaba como oro fundido sobre algodón y el cielo parecía tan... inmenso. Todo era perfecto. Perfecto. Perfecto...
Ven, abrázame. Ya no me queda otra cosa. Las raíces de un sauce joven, cerrar los ojos al mundo y dejar de pensar. Dejar de sentir. Dejar de obligar a mi corazón a preguntarse cómo puede seguir latiendo. Es eso o tu abrazo.
A veces pienso que si soy lo bastante liviana podré ascender de nuevo. Desaparecer. El pelo cada vez más largo, la piel cada vez más blanca... pero claro, ¿quién quiere ser un cadáver andante?
Por otra parte, ¿a quién le importa ya?
A veces aún me duelen mis heridas. No es solo dolor de corazón. Sin alas el equilibrio es diferente, creo que en realidad nunca llegué a acostumbrarme a no tenerlas. Creo que en realidad nunca he sido capaz de dormir desde que no puedo envolverme en ellas. Todo esto está siendo un día muy, muy largo... eterno. Pero todos los días tienen su atardecer.
Como esa luna suspendida en el cielo, como el abismo bajo mis pies descalzos. Sentada en el alféizar de la ventana, mirando la luna. Me gustan los límites. Hacen que todo se vea más nítido.
Aunque aquí, cielo abajo, nada es como debería ser. La luna está demasiado lejos. El bosque está demasiado lejos. Todo... todo está demasiado lejos.
¿Alguna vez te has enamorado? Hablo de amar de verdad. Hablo de dejar que un dragón te arranque las alas por amor. Hablo de entregar todo lo que eres por amor. Hablo de abrir los ojos un día y despertar sin alas y sin nada a lo que aferrarte, por amor.
Hablo de ser lo bastante idiota para cortarte con los bordes de los recuerdos cada vez que cierras los ojos. Ya no recuerdo las nubes. Ya no recuerdo el viento en las alas. Ya no recuerdo la risa que llenaba mi pecho al volar. Cielo abajo no hay nada de eso.
Ya solo tengo recuerdos que me torturan. Ya solo tengo... recuerdos que en su día fueron felices y ahora son cristales rotos debajo de la piel. La piel... la piel que recuerda todo. Una piel que recuerda cada contacto. Cada caricia que ocultaba una mentira.
Estúpida.
¿Todos los ángeles son estúpidos, o fui yo sola?
Ya da igual. Ya no estoy allá arriba, volando, soñando, creyendo que podría coger la luna con las manos. Ahora estoy aquí. Cielo abajo. Contigo.
Cierra los ojos.
Abrázame.
Espero poder amanecer mañana a tu lado. Dado que aún quieres a este pájaro con las alas rotas, haré que mi corazón siga latiendo con el tuyo.
An Angel's Dream
viernes, 13 de junio de 2014
jueves, 13 de marzo de 2014
Eva
Esta
habitación es un maldito desastre.
Lanzo las
botas militares hacia atrás, aunque tengo cuidado de que caigan cerca; esta
noche voy a necesitarlas. Aparto jerséis y sudaderas, varios vaqueros, un par
de camisetas. Desde que la barra del armario cedió bajo el peso de la ropa, he
renunciado a intentar mantener un orden respecto a mis escasas prendas.
Tampoco se
puede decir que me cueste mucho encontrar lo que quiero ponerme entre mi ropa…
aunque claro, eso era cuando era mi ropa. Un vaquero, tres camisetas, dos
sudaderas, la gabardina, un par de mallas, las botas y algunas prendas interiores. Aquello era lo que yo solía ponerme, antes de que mis padres de acogida decidieran
que parecía una mendiga y llenasen mi armario con pantalones chinos y jerséis de
colores pastel.
Vale, he de
reconocer que esta es la mejor casa en la que he estado hasta ahora. Pero eso
no lo hace menos frustrante.
-¡Vamos! –
mascullo, mientras lanzo una mirada rápida a la esfera de mi reloj de muñeca. Está
tirado junto a la pata de la cama, pero puedo ver perfectamente la posición de
las agujas; las doce menos veinte.
No tengo
tiempo.
Al fin
atisbo el brillo cálido del cuero. La gabardina de mi padre está hecha una bola
en una esquina del armario, pero cuando la estiro y sacudo el olor familiar a
cuero curtido y viejo y a humo me envuelve como una vieja manta y me hace
recobrar la calma por unos instantes. Me la pongo encima de las mallas de
correr y la camiseta bien ceñida que he elegido para la salida nocturna, y rápidamente
hago inventario del contenido de los bolsillos; los interiores contienen una
pequeña hoz de plata sobre el corazón, un bote de sal sobre el pecho
derecho, un saquillo de piedras con runas talladas sobre los riñones, unos
cuantos cuchillos arrojadizos repartidos en el tórax y uno en la manga
izquierda. Papá nunca escatimó a la hora de llevar armas, siempre que fueran
ligeras; él y yo tenemos exactamente la misma complexión, o eso solía decir
mamá. De cualquier modo ya no importa.
En el
bolsillo derecho tengo un par de guantes de cuero y una cuchilla de afeitar,
por si fuera imperativo que me hiciera algún corte; en el izquierdo hay una
pequeña bolsita de plástico. No puedo evitar sonreír, porque sé exactamente lo que
contiene.
“Manías a las que debería renunciar, Parte 1”:
no debería comer tantos dientes de ajo en salmuera. Bueno… en realidad es un
revuelto de dientes de ajo, cebollitas y aceitunas negras, un potingue pringoso
que pica una barbaridad y por lo que tengo entendido deja un aliento repulsivo;
pero a mamá le gustaba. Es una de esas tonterías que no puedo evitar.
Y además
está muy bueno, qué demonios.
Saco la
bolsita y pesco una aceituna negra; al fin y al cabo, la salmuera conserva,
¿no? No creo que me vaya a poner enferma por esto. Y aunque me ponga enferma,
con la tontería mayúscula que voy a hacer esta noche acabará por no importar. No
creo que viva tanto como para que la mísera oliva negra que acabo de tomar me
provoque una diarrea. O lo que sea que cause la salmuera en mal estado.
Me agacho,
cojo el reloj de pulsera, me pongo las botas militares, aprieto bien los
cordones y me dirijo a la puerta de dos rápidas zancadas. Cuando estoy a punto
de aferrar el pomo de la puerta, me detengo, la mano a pocos centímetros del
picaporte.
Esta es con mucho la mejor casa de acogida en la
que jamás he estado. No me recuerdan cada poco tiempo que debería estar
agradecida por cada migaja que me dan. No me reprochan mis problemas con los
estudios. No maldicen cada poco a mi padre ausente y mi madre toxicómana. No parecen
preguntarse si me pareceré a ellos.
Si salgo
ahora delante de sus narices, y vestida con esta ropa, y con todo lo que llevo
en los bolsillos…
Suspiro. Le
he cogido cariño a este par de viejos, qué demonios. Y además no quiero
discutir antes de una buena pelea.
Así que me
doy la vuelta y abro la ventana con cuidado. Vivimos en un séptimo piso, pero hay
una escalera de incendios que recorre todos los balcones. Siempre puedo decir
que iba a una fiesta de disfraces o algo así. Tengo oído que las chicas
normales se escapan de casa para este tipo de cosas.
Aprieto los
dientes mientras me siento en el alféizar de la ventana y voy bajando los pies
hasta tocar la cornisa con la punta de los dedos. Con cuidado, con mucho
cuidado, voy desplazándome de lado hasta que alcanzo el balcón del cuarto de
mis padres de acogida. Con un poco de suerte estarán en el salón y no se darán
cuenta de lo que estoy haciendo.
Bueno, o
con mucha suerte.
Sin embargo,
esta noche la luna está de mi parte y los viejos están viendo algún culebrón en
el salón. Siento un extraño alivio al pensar que no tendré que dejar esta casa
esta noche.
Aunque si
sobrevivo, me va a tocar hacerlo de todos modos.
Del balcón
del primer piso al suelo no hay escalera; está plegada y no me imagino el ruido
que hará desplegarla, así que hago este último tramo de un salto, pues apenas
son dos metros… bueno, dos metros y un poquito, pero no importa en realidad. Aterrizo
sobre las puntas de los pies y ruedo sobre el costado izquierdo para amortiguar
el golpe, y me pongo en pie muy rápido haciendo un rápido gesto con la cabeza
hacia la izquierda para apartarme el pelo de la cara.
“Manías a las que debería renunciar, Parte 2”:
debería cortarme el pelo.
Hasta donde
yo sé, lo del pelo corto era un problema para las mujeres de mi clase hasta
hace no tanto, pero a día de hoy ya podría llevar el corte que quisiera sin que
nadie me acusase de nada. Sin embargo, me veo incapaz de hacerlo. A papá le
gustaba mi pelo, recuerdo que se burlaba de mamá diciendo que yo había heredado
su pelo y no el de ella. No puedo decir que una melena castaña y lacia, color
ratón, sea exactamente preciosa; los negros bucles de mi madre eran mucho más
bonitos. Pero a papá le gustaba.
Las cosas
que importan nunca son las que deberían importar, ¿verdad?
Rápidamente
me hago una trenza en la nuca y la enrosco en torno a mi cabeza. Puede parecer
un peinado pasado de moda o absurdo, pero es más útil que una trenza suelta que
cualquiera podría agarrar o un moño en lo alto del cráneo que afecte mínimamente
a mi equilibrio. El pelo pesa. Mamá siempre lo tenía muy en cuenta.
Reviso la
hora una vez más; tengo la manía de llevar la esfera del reloj en la cara
interna de la muñeca, un gesto que nadie comprende y realmente yo tampoco. Supongo
que me gusta guardar bien mis secretos. Es un poco irracional. Supongo que
muchas de mis costumbres lo son, manías heredadas de papá y mamá.
Pensando con
lógica, debería decirme que a ellos no les sirvieron para sobrevivir… pero los
mantuvieron con vida mucho tiempo, ¿no?
Doce y
cinco. Hasta las tres de la mañana aún tengo tiempo… tiempo para recorrer la
ciudad y encontrar el Círculo. Tiempo para prepararme, también. Escudriño la
luna; cuarto creciente. Era buena para… ¿para qué? A veces me pregunto por qué
no escuchaba con más atención. Mamá siempre dijo que era culpa de papá, y papá
siempre dijo que era demasiado pequeña para tanta tontería. Aunque ella decía
que había empezado a entrenarse de mucho más pequeña…
Doce y
ocho. No tengo tiempo. Cuarto creciente, ciclo de tempestad. Necesito… necesito
runas, obviamente. ¿Qué runas? Rápido. No las recuerdo bien. Tanteo en el
bolsillo cosido a la espalda del abrigo, sobre los riñones – cosido por mamá,
con todo el cuidado del mundo, porque a papá le gustaban los bolsillos
secretos. Extraigo el saquillo de runas, las dejo caer sobre mi palma mientras
las miro frenéticamente. Casi se desdibujan ante mis ojos.
Doce y
diez. Date prisa, idiota. Hay una que parece una lanza y que tenía nombre que
empezaba por “T”. ¿Realmente importa si no puedo recordar los nombres? Creo que
es más importante la intención. Mamá era impaciente e inconstante y me habría
regañado, pero creo que papá me hubiera dicho que me atreviese a probar. ¿Por
qué no?
Devuelvo
las piedras a su bolsita, saco la cuchilla de afeitar y me dibujo la runa en el
dorso de la mano izquierda, con sangre. Nunca he tenido el pulso que tenía
mamá, creo que me asusta hacerme heridas, pero aún así es bien reconocible.
¡Tyr! Así se llamaba. Tyr es para la guerra y para atacar. Tyr, el guerrero. Está
bien, ¿y para defenderme? Miro las runas dibujadas otra vez. Dos palitos
paralelos, el derecho más largo que el izquierdo, y una línea horizontal
uniendo ambos. No recuerdo su nombre, pero representaba un toro y la fuerza. Supongo
que más o menos podría servir.
Asiento para
mí. Esto va a ser más difícil, pero el dibujo es fácil y lo trazo rápidamente
sobre el dorso de mi mano derecha. Soy más o menos ambidiestra, o eso intentó
mamá. Era importante que pudiera dibujar todo.
Ahora viene
lo más difícil. ¿Hora? Doce y veinticinco, vale. Me ha llevado más tiempo del
que pensaba, pero no importa. Si me pongo nerviosa todo será peor. Vuelvo a
mirar las piedrecitas. ¿Qué debería elegir para pasar desapercibida? Aparte de
unos ojos cenagosos, un pelo lacio y castaño ratón, una estatura mínima y una
delgadez y palidez enfermizas…
Hay una que
parece una “B” muy puntiaguda. Recuerdo su nombre, biaryán o algo así. Mamá la
utilizaba cuando quería ver cosas con más claridad. Papá invertía las runas
para que tuvieran el efecto contrario. Esta servirá. Cierro los ojos, aprieto
mucho los dientes y me dibujo una “B” invertida y puntiaguda entre mis pechos
casi inexistentes, sobre el esternón. Cuando me atrevo a mirar, parpadeando
mucho para contener las lágrimas, no puedo evitar sonreír levemente. A la luz
de las farolas, el dibujo de la runa invertida es claro y preciso, y casi
brilla. Lo mismo ocurre con los cortes en el dorso de las manos.
Mamá estaría
orgullosa.
Aprieto los
dientes, me subo el cuello de la camiseta. No llevo sujetador, no tengo pecho
como para tanto y además sería un maldito estorbo como tuviera que pelear en
condiciones. Acaricio la hoz en el bolsillo sobre el corazón; para mamá
tenía mucho significado. Devuelvo las runas a su bolsillo, la cuchilla al suyo.
Saco mi bolsita de plástico y me meto un diente de ajo en la boca. El picor me
calma lo suficiente como para decidir mi siguiente paso.
Una menos
veinticinco. Tengo más de dos horas para encontrar el Círculo, aunque si lo
hago antes todo será mucho mejor. Me cierro la gabardina y dedico una última
mirada a la luna, pidiéndole que no sea demasiado tarde.
“Manías a las que debería renunciar, Parte 3”:
no debería involucrarme. Mamá siempre lo dijo, “no te involucres”. Esa era la
máxima. Puede pasar lo que pase ahí fuera, pueden combatir, enfrentarse unos a
otros, maquinar, planear hacerse con el mundo entero. Pero yo no debo. Yo debo
centrarme en sobrevivir.
Suspiro
mientras echo a andar rápidamente calle arriba, acariciándome suavemente con un
dedo la cicatriz circular que tengo entre las cejas, centrándome en ver con
claridad el mundo a mi alrededor. En ver más allá de lo que ven las criaturas
normales.
–
Perdóname, mamá – murmuro, mientras siento un tirón sobre el esternón que me
conduce inexorablemente hacia el lugar donde seguramente esté el Círculo –. Pero
esto es culpa tuya. Si no me hubieras dejado sola…
Sigo caminando
todo lo rápido que puedo, tratando de no mirar atrás. No debería involucrarme. Pero
si no me involucro, él morirá. Si no me involucro, quien sabe lo que podría
pasar.
Si no me
involucro, me arrepentiré para siempre.
A veces me
pregunto si mamá sabía realmente en qué me estaba metiendo cuando me empezó a
contar todas aquellas cosas.
lunes, 20 de enero de 2014
Silence
Cierro los ojos.
Los brazos extendidos a ambos lados de la cabeza, abiertos como alas. Siento la lluvia en cada centímetro de mi ser, cada parte de mí es pura sensibilidad. Me dejo arrastrar escuchando los latidos de mi corazón, un timbal lento y espaciado, alto, tan alto que podría dejar sordo a cualquiera que quisiera asomarse a mirar.
Es un corazón complicado, ¿sabes? No sé muy bien por qué sigue latiendo.
De veras, pregúntatelo. ¿Por qué late el corazón? Y no hablo de venas y arterias, esas sé bien cómo funcionan. Me aprendí esos nombres que suenan a islas en la otra punta del mundo hace muchos años; cava, aorta, coronaria. No, no hablo de ellas. Ellas hacen posible el latido. Pero, ¿qué lo hace latir? ¿De dónde viene eso que me mantiene en pie y me tumba, de dónde viene lo que iluminó mis ojos cuando los abrí la primera vez, lo que desaparecerá cuando los cierre la última?
Me giro sobre la hierba, los párpados apretados, los labios entreabiertos. Las gotas de lluvia juegan en mi pelo y en mi espalda, y yo sigo sin abrir los ojos. ¿Para qué? Todo lo que quiero ver está lejos... muy lejos... a unos palmos sobre la hierba empapada, a miles de años de espacio y tiempo. Tirito.
Los dedos se me enganchan en la cadena que llevo al cuello, se me escapa un solo suspiro. Dicen que hay una enfermedad que hace confundir la realidad con los sueños... quien me lo dijo no suele equivocarse. ¿Y si llevo todo este tiempo dormida? ¿Querría despertar?
Cada latido de mi corazón se encadena con el anterior. Es una melodía complicada, sin sentido... sin sentido para quien no sepa escucharla, supongo que igual que yo. Soy un violín con las cuerdas demasiado tensas, no vale cualquier arco y tampoco cualquier par de manos. Hace falta mimo y... hace falta querer saber.
Abro los ojos.
La media sonrisa de Cheshire ilumina el cielo, y no puedo evitar responder con una propia, un poco menos sesgada, un poco más ilusa. La sonrisa de una niña muy anciana, una criaturilla hecha de retales de viejos suelos y deseos. A veces me pregunto... me pregunto cómo es que he llegado hasta aquí.
Yo no estaba destinada a nacer, y en cambio estoy aquí. Supongo que en mí misma soy un desafío, y me encanta. Me siento en medio de la tormenta a mirar la luna que juega entre las nubes, un ser que no pertenece a ningún mundo. Una criatura sin dueño y sin hogar, destinada a la nada...
¿Sabes qué es lo curioso del destino? Dicen que está escrito. Pero yo no lo creo. Mi destino era la soledad, mantener la cabeza gacha, avergonzarme de mi diferencia. Y estoy aquí. Estoy aquí con los brazos abiertos en mitad de la tormenta, sintiendo todo lo que no debería sentir.
Soy feliz.
No existe ningún destino. Cada uno escribe el suyo propio, y dado que no hay otra cosa que yo sepa hacer, el mío será una historia digna de ser contada. Una historia que no se contará... porque yo no quiero que se cuente.
Pero valdrá la pena. Lo escribiré con la tinta de mis venas si hace falta.
El viento agita mi pelo, mi vestido, la cadena que llevo al cuello. Aferro el anillo entre los dedos, preguntándome si debería dejarlo ir. Es tiempo.
Yo ya no soy esa niña asustada.
No puedo evitar reír. Los latidos de mi corazón siguen sonando como un tambor en medio de esta nada, fundiéndose con los violines, con la risa satisfecha de Cheshire. Claro que sí.
Soy libre.
No hay destino. No hay pasado. No hay nada que vaya a quemarme o limitarme. Solo la lluvia, mi corazón, este segundo. Todo lo que tengo y a la vez no tengo.
Todo lo que es y no es perfecto.
El silencio es atronador. Parpadeo con la vista fija en el sol, los ojos relumbrando como cobre fundido al sol, el pelo siendo una corola de llamas de azabache. Las nubes contra el amanecer de la tormenta trazan arcos y curvas, dibujan corcheas contra las líneas de los rayos de sol tocando su propia sinfonía.
Los latidos de mi corazón se han apagado.
Un sueño más.
Mío, y solo mío.
martes, 14 de enero de 2014
Phoenix | 27/02/2013
Hoy se
ha subido una chica triste al autobús.
Puede
parecer una descripción parca, pero no hallaría otro modo mejor de resumirlo ni
aunque viviese mil años. Llevaba el pelo recogido en una trenza que le caía
sobre el hombro derecho, una trenza de ese color a medio camino entre miel y
caramelo que tantas mujeres tratan de imitar, sin conseguirlo, a base de
tintes. El flequillo le tapaba un poco la cara, y bajo él se asomaban al mundo
dos iris de un color castaño profundo, líquidos y deslumbrantes. Delineaban sus
ojos asombrosos unas espesas pestañas solo un punto más oscuras que su
cabellera, y sobre ellas se desplomaban en arco triste sus cejas elegantes. Los
ojos de la muchacha apuntaban al suelo, al igual que las comisuras de su boca;
la chica más guapa y más triste que he visto en mucho tiempo.
No he
podido evitar preocuparme por ella. Tenía rastros de maquillaje difuminado bajo
los ojos enrojecidos, como si hasta hace poco hubiera estado llorando. No
aparentaba más de quince o dieciséis años, pero destilaba una tristeza tan
profunda... hubiera querido decirle algo. Hubiera querido acercarme y
preguntarle el por qué de su melancolía, consolarla. Pero no se me dan bien
estas cosas. Al fin y al cabo, ¿qué le iba a decir? Estoy tan mal como pueda
estarlo ella. No es lógico intentar confortar a alguien cuando tú mismo te
desmoronas por dentro.
Solía
saber qué hacer en estos casos.
Ahora, apenas sé cómo mantenerme a flote yo misma.
Así que
me limité a apartar un poco la mochila raída que suelo llevar a clase, por si
quisiera sentarse a mi lado. No lo hizo. Yo me siento delante del todo, justo
detrás del conductor; hay un saliente que me permite mantener la pierna en
alto, para apoyar los libros que siempre voy leyendo. La gente no suele
sentarse tan adelante a no ser que no haya más sitios.
La
chica triste pasó de largo, y yo hice un esfuerzo por no girar la cabeza. Sería
demasiado raro. La asustaría. Me limité a subir aún más el volumen de la música
que resonaba en mis auriculares, hasta hacerme daño en los oídos. El dolor me
recuerda que estoy viva, viva, viva.
Cuando
no tienes nada a lo que aferrarte, te inventas un clavo ardiendo y te sujetas a
él. Crees que te agarras al clavo, pero en realidad lo que te sostiene es tu
propio dolor. El dolor del clavo quemando tu piel te recuerda que estás vivo.
El dolor dispara tu instinto de supervivencia.
Al
menos, yo siempre lo he visto así. Cuando no tengo nada a lo que aferrarme, me
agarro al dolor. Míralo de este modo: entre caer por un acantilado o agarrarte
a un alambre de espino y trepar, ¿qué elegirías?
En la
siguiente parada, se subió otra chica, totalmente distinta a la anterior. Diría
que era perfecta, si una Barbie fuera mi ideal de perfección. Pelo
perfectamente teñido, maquillaje perfecto, ropa impecable. Todo la delataba
como la típica mujer de éxito, salvo el diminuto piercing en la aleta de su
cincelada nariz. Y los tres de la oreja. Muy pequeños, de plata, discretos.
Como si quisiera ocultarlos.
Con un
suspiro, aparté del todo mi mochila y la dejé sentarse a mi lado. Me miró con
expresión de desdén, bueno, ¿y qué esperaba? Ya estoy acostumbrada a ese tipo
de reacciones. Si quisiera otras, no iría a clase con una sudadera raída y
negra, con los mitones ya cosidos a las mangas. Me miró juzgándome, juzgando mi
ropa descuidada, mi pelo mal recogido, mis uñas negras con el esmalte
descascarillado. Las botas militares. Lo miró todo por encima, sin llegar a ver
realmente nada más allá. Tomó su decisión respecto a mí, se sentó, y se olvidó
de mi existencia.
Como
todos.
Fuera,
rompió a nevar. Los copos golpeaban contra el parabrisas a una velocidad
sorprendente, pues al fin y al cabo vivimos en medio de un páramo y cuando el
viento sopla, lo hace con ganas. Me quedé mirando los rizos que dibujaba la
nieve en el aire, soñando despierta. Haciéndome preguntas que ya sé que no debo
hacerme.
También
me pregunté en qué momento la chica de los piercings se convirtió en la mujer
perfecta y profesional que se sentaba a mi lado.
Subí
más el volumen. La misma canción, una y otra vez, en bucle. You're gonna go
far, kid. Offspring. Una y otra vez, a todo volumen.
Si te
caes, te levantas. Me lo he repetido hasta la saciedad. Si te caes, te agarras
a lo que sea, al alambre de espino, al cristal roto, al dolor o a un recuerdo
que ya no sabes si es bueno o malo, a una promesa o a un viejo sueño. Y te
levantas.
Porque todavía estás viva. Porque mientras estés viva, significa que tienes al menos una oportunidad más. Porque te queda mucho por vivir. Porque tienes mucho que ofrecer al mundo, y muchas deudas que saldar. Muchas promesas por cumplir.
Porque todavía estás viva. Porque mientras estés viva, significa que tienes al menos una oportunidad más. Porque te queda mucho por vivir. Porque tienes mucho que ofrecer al mundo, y muchas deudas que saldar. Muchas promesas por cumplir.
Muchos
sueños que alcanzar.
La
música me hace daño en los oídos mientras escribo, mis extraños oídos, tan
sensibles para algunas cosas. Las canciones que siempre me han levantado el
ánimo. Fiddler's Green, Alestorm, The Offspring. A todo volumen. Si hay
violines, mejor.
Si te caes, te levantas. Por orgullo, por amor, por deber, por algún sueño que aún quieras cumplir. Por un lugar al que necesitas volver. Por una música que quieres volver a escuchar.
Si te caes, te levantas. Por orgullo, por amor, por deber, por algún sueño que aún quieras cumplir. Por un lugar al que necesitas volver. Por una música que quieres volver a escuchar.
Si te
caes, te levantas.
Porque
rendirse sería demasiado fácil.
23/04/2013
Ya atardece.
El sol se estrella ya sin fuerza contra los cristales
de las ventanas del salón, pintando la habitación de fuego mientras la luna le
va ganando terreno allá arriba en el cielo. Algunas estrellas irreverentes se
aventuran ya a flotar en el cielo teñido de malva. Todo parece cristalizado por
un instante. Quieto. En paz.
Pero el instante pasa y todo sigue adelante,
revolviendo mis pensamientos como siempre. Siempre creí que el tiempo viene a
curar las heridas, pero en realidad, el tiempo las quema. Las convierte en
cicatrices. Y las cicatrices son para siempre.
Me gusta el modo en que el sol me baña en oro rojo. Me
gusta brillar envuelta en llamas, el pelo siendo una corola de fuego y
azabache. Borra las ojeras, la palidez, la mueca exangüe de los labios. Vuelve
los ojos de cobre fundido. Cobre viejo.
Tiempo. Date tiempo para pensar. "Date tiempo
para reflexionar, luego hablaremos". Pero el luego nunca llega, ¿verdad?
No quiero esperar, pero tampoco hay nada más que pueda hacer. Esperar.
Quiero pensar que todo irá bien. Que la vida nos
pondrá a cada uno en nuestro sitio. Sin destino, sin pasado. Sin ayer. Solo un
ahora. Este segundo. La música.
Los ojos que me queman, el recuerdo de otros ojos.
Ojos como el mar en las tormentas, azul embravecido, casi gris. ¿Dónde está?
¿Tiene algún sentido hacerse estas preguntas, casi ocho años después?
La luna parece querer congelar el cielo hoy. Una
telaraña de escarcha sobre el negro del firmamento, una laguna de luz helada.
Plata derramándose sobre el cielo nocturno. Querría estar ahí fuera. Tirarme
sobre la hierba, cerrar los ojos y dejar que me cubriera de plata a mí también.
Quisiera parar el tiempo y detenerme a dormir en esa
piel, la que parece tener gravedad propia, arrastrarme. ¿Cuánto tiempo más? No
me gusta esperar. Nunca me gustó esperar. Y ahora, menos.
Mi ángel, el ángel con las alas de agua y mudo, parece
cantar en voz muy baja. En mis sueños, siempre en sueños. Porque ya no hay otro
lugar para nosotros dos.
¿Terminaré algún día de despedirme?
Personalmente, lo dudo mucho.
Esa luna creciente parece querer acunarme hoy. La luna
y mi propia voz, cantando muy bajito aquella canción. Para no olvidar. Mi
ángel.
"Atrévete", grita.
"Sabes lo que quieres. Y también sabes lo que no
quieres hacer."
Un segundo más y estaré lejos de aquí. Un día más, un
mes más. ¿Existe aún el tiempo? Qué más da. Ocho años congelada en el recuerdo
de unos ojos como el cielo al atardecer. Aterciopelado azul, casi gris...
Qué importa el tiempo. Qué importa si esto tiene
sentido o no. Qué importa todo, si tengo un corazón soñador y majadero que
tiene tendencia a ignorar a la razón, tinta en las venas y un ángel que me dice
que me deje de miedos y me atreva a volar.
Y qué si estoy loca.
Al menos, seré feliz. Mientras tenga tinta y papel,
palabras. Mientras haya alguien que no quiera hacerme renunciar a partes de
mí... mientras haya posibilidad de volver a soñar.
Sin hogar al que volver. Porque al fin y al cabo, es
mucho más fácil saltar cuando no se tiene nada que perder.
miércoles, 8 de enero de 2014
Planes de futuro.
Todos tenemos días malos.
Yo los tengo, como todos. Días mejores y peores, días en los que no puedo más. Esos días en los que me encantaría tumbarme en cualquier parte. En un bosque, por ejemplo. Escuchar la caricia de las hojas contra el viento, el canto de los pájaros. El rumor suave de la vida. Y dejar que la maleza me fuera cubriendo lentamente, despacio.
No volver a levantarme en mil años, cuando todo lo que duele, todo lo que quema, haya desaparecido.
Cierro los ojos.
Magnolias y sauces.
A veces me hago preguntas. Bueno, en realidad siempre me las hago. Por qué nací, por qué estoy aquí. En realidad, yo no quería esto.
Yo era... esa chica de deseos pequeños y sencillos. Quería una casita en mitad de la nada. Un lugar donde poner mi biblioteca. Una familia.
Sí, era el tipo de niña tonta que quería tener una familia.
Pero me temo que no va a ser así.
Magnolias y sauces, esos son mis planes de futuro. Lo más seguro que tengo. La única promesa que se me permite.
A veces cierro los ojos y me permito creer que en Irlanda será diferente. Aprieto los puños y rezo a quien sea que quiera oírme porque me den la opción de marchar, suplico que no tenga que quedarme aquí un año más. Atrapada.
Magnolias y sauces, sí.
Me gustan los lobos.
Una vez, hace mucho tiempo, tuve mi propio pequeño lobo. Y también la seguridad de una persona a la que volver. Esa era para mí la imagen del hogar, ¿sabes? No una casa ni... nada remotamente parecido. Gabriel sentado en el tocón de siempre, dibujando en el suelo con un palito, poniéndose de pie emocionado al verme acercarse.
Gabriel, siempre dispuesto a esperarme.
Y luego, ¿qué? Me dejo encandilar. Me enamoré una vez, siendo una niña, y cuando me fue negado... supongo que se me negó todo al tiempo. Y se me sigue negando.
La diferencia es... que antes se me negaba de otro modo. Antes vivía distante, atrapada en un recuerdo, siempre atada a aquello. Siempre perdida en... Dios sabe donde. Envuelta en mi propia neblina, en mi propio mundo. Nada entraba. Ni las caricias ni los golpes. El mundo podía arrollar mi cuerpo con la crueldad que quisiera, yo no estaba ahí.
Yo estaba en cualquier otra parte. En un lugar donde nada dolía ni importaba.
Y de repente desperté. Como una suerte de estúpida Bella Durmiente, desperté para recibir todas las caricias y la luz del mundo. Construí frágiles sueños, construí ideas y sueños y hermosas escenas de esperanza. Todo con los retazos de lo que parecía una luz real.
Un fuego fatuo.
Se me sigue negando. Solo se me permitió tener a Gabriel. Aferro el anillo que llevo al cuello y pienso... pienso que pese a todo valió la pena.
Si este es el precio por haberlo conocido.
Entonces valió la pena.
Lo pagaría mil veces.
Y de cualquier modo, esto no está tan mal. El dolor es sordo, las alegrías son cristalinas. No soy tan débil como para no poder con esto algún tiempo más. Que duela lo que tenga que doler, el tiempo que tenga que doler. Que acabe como tenga que acabar. Al final volveré a estar entera.
De un modo u otro.
Al fin y al cabo, yo siempre he estado sola.
¿Por qué no arriesgarme a no estarlo?
sábado, 4 de enero de 2014
Anoche soñé
que era un ángel.
Soñé que
volaba. Soñé con el viento en el pelo, con la Tierra tan lejos que no importaba
nada. Soñé que estaba sola en el aire, sola con el cielo sostenido por mis
alas. Anoche soñé que era libre de ser lo que yo quisiera. Y bajé a la Tierra a
buscarte.
Anoche soñé
con nosotros bajo la lluvia. Tus ojos quemaban como si fueran el fuego que
corre por tus venas, mis alas blancas extendidas en torno a nuestros cuerpos. Tan
cerca, tan lejos, tan distantes y tan cercanos. Tus labios que siempre parecen
pedir más, que exigen algo equivalente a todo lo que regalan.
Una espada
en mis manos, larga, llameante. Manchas de sangre en mis alas blancas, tiznadas
de hollín. El desafío de siempre en tu independencia salvaje, tu reticencia a
rendirte. Cada centímetro de mi piel suplicando tu abrazo, las alas
temblorosas, la lluvia enmascarando mis lágrimas. Mortal e inmortal, y en
cambio tú eres el orgullo. Tú la arrogancia. Tú la fuerza que sostiene nuestros
mundos.
Cielo y
Tierra, y por debajo, el mismísimo Infierno.
Todo temblaba.
Mis miembros de repente eran inamovibles, solo podía cubrirte con mis alas,
darte ese refugio que rechazabas. Cielo y Tierra, y el Infierno reptando bajo
nuestros pies.
Pero aquí
solo estamos tú y yo.
¿Quién
podría no amarte?
Tu cuerpo
magnético atrayendo al mío. Mis alas temblorosas, reclamando volar de nuevo,
ser libre.
Pero yo
misma elegí estas cadenas. Yo misma amo estas cadenas.
Hace tiempo,
éramos libres. O eso soñábamos. Nacimos de nuestra pura esencia, cada uno a su
manera. El mayor fue Miguel, el hijo predilecto de Padre… o eso parecía, ¿verdad?
Eso creíamos todos… pero Miguel era simplemente el más obediente, el más
dispuesto a cumplir la Voluntad de Padre. El hijo favorito de nuestro Padre fue
siempre Luzbel, tan hermoso, tan inteligente, tan… perfecto.
Los demás estábamos por aquí. Samyaza y Azazel, siempre juntas, siempre… muy juntas, sí. Cómplices.
Azrael y Remiel, el Ángel de la Muerte y el Sanador, era lógico que se
sintieran cercanos, pues sus habilidades discurren paralelas, la del uno
desemboca en la de otro. Al fin y al cabo, Remi era el encargado de guiar las
almas que Azrael escogía hacia el Otro Lado. Samael, el pequeño Samael, siempre
en segundo, siempre mirando con los ojos muy abiertos y admirados a Luzbel. Gabriel
y Rafael y su bondad innata, Ariel y Uriel, siempre guerreros y belicosos,
siempre el uno pendiente de la otra. Y Camael. El Ángel de la Vida, siempre en
todas partes, siempre atento a demasiadas cosas. Siempre dispuesto a molestar a
Miguel y Luzbel, cuando se encontraban a escondidas en los lugares más oscuros
del cielo.
Ah… y yo,
claro. Segundo o décimo plano. Sin una función determinada, sin nada más que…
yo misma.
Lariel. La Leona
de Dios.
¿Y qué significa
eso?
Significó una
espada, de fuego como la de Uriel. Significó una armadura y unas alas blancas,
una melena de azabache y una cierta sensación de soledad. Dejé que mi hermana
Uriel me entrenase para combatir, serví bajo las órdenes de Miguel. Perdí – o gané
– mucho tiempo jugando con Camael, escuché a Luzbel divagar durante horas.
Siempre tan fascinante, tan… tenía tanto que decir.
Me gustaba
la compañía de Remiel. El ángel de los ojos plácidos, la sonrisa fácil. Y también
la de Azrael. Sus silencios hacían más fácil mi vida. Sin preguntas. Solo… solo
paz.
Supongo que
en eso consiste la muerte.
Yo entonces
aún no lo sabía. Creía que la muerte no podría alcanzar a los inmortales. Nuestro
nombre lo dice, ¿no? Inmortales. Eternos…
Así que me
sentaba junto a Azrael a ver pasar las horas. Él solo se levantaba de vez en
cuando, siempre en silencio, con sus alas negras como el ala de un cuervo
enhiestas, las plumas erizadas. Solía acariciarme la cabeza o besarme en la
frente antes de marchar a por otra alma destinada al otro mundo. Nunca dijo ni una palabra.
¿Es que
acaso eran necesarias?
Luego vino
lo de Lilith.
Nunca
entendimos aquello. Uriel, Samyaza, Azazel y yo. Contemplando, dudando. Los ángeles
femeninos del Cielo no comprendimos por qué era tan terrible que ella no
quisiera supeditarse a él.
“Son
humanos” dijo Luzbel, con tono de infinito desprecio. “Ellos no valen nada, y
ellas tampoco. Son solo recipiente de esos seres de barro. Vosotras sois sangre
angélica. Vosotras sois linaje inmortal”.
Nos consoló,
al menos en parte. Samy y Azazel parecían descontentas, pero Uriel nunca se
hizo demasiadas preguntas y yo… yo solo quería volver a la roca, practicar con
la espada, mirar el horizonte con Azrael. Las palabras de Remiel, o incluso
algún juego estúpido y maravilloso con Camael.
Pero no
hubo más. Lilith fue desterrada y desapareció, y Padre y Luzbel comenzaron su
disputa. Nunca acabamos de saber qué estaba ocurriendo allí, solo que quien
pagó el precio de aquel desastre fue el corazón de Miguel.
“Enfréntate
a los que se me han rebelado, tráeme a Luzbel encadenado y haz que vuelva a
postrarse ante mí”.
Miguel jamás
había desobedecido una orden de Padre… ¿cómo podría siquiera tocar una pluma de
aquel al que amaba? ¿Cómo desobedecer a Padre? Le vimos partirse por la mitad
en el mismo momento que partió a atrapar a su amante.
Me gustaría
decir que fui con él, que luché a su lado. Que fui una buena hija y obedecí las
órdenes de Padre, con la espada en la mano y el corazón en la batalla. Aunque también es lo último que querría decir.
Samy y Azazel habían partido con su amor a otra parte, huían de la guerra
como de las plagas. Las encontré en una aldea humana, engalanadas como diosas,
las alas enhiestas y orgullosas. Las manos de Azazel apoyadas en el vientre de
Samy, un vientre hinchado y redondo.
“Los
ángeles no pueden tener hijos” murmuró Azazel, con toda la dulzura del mundo. “Solo
nacemos de la palabra de Padre. Pero los humanos… ah, los humanos son tan
maravillosos”.
Quise irme.
Quise huir de aquella blasfemia, recordando las palabras de desprecio de Luzbel, la
prohibición de Padre de hacer daño a sus criaturas.
Salí de
aquella tienda, aterrada y confusa, las alas vibrándome de puro miedo, de puro
pavor. Y entonces tropecé contigo.
“¿Qué daño
hay en esto?”
Ya no pude
pensar otra cosa. Otra cosa que no fueran tus ojos y tus manos y el modo en que
sonreías, el modo en que sonaba tu voz de madrugada y la forma de tus hombros a
media luz. La suave curva de tu espalda, allí donde deberías haber tenido las
alas.
Pero no
había alas. Tu perfección no las necesitaba. Un cuerpo mortal… hasta que punto
me aterraba tu fragilidad en las noches de vigilia. Hasta que punto temía
perderte. Temía que nos encontrasen, que vinieran… temía todo y no temía nada,
en esas largas noches en las que te cubría con mis alas y rogaba al Cielo que
respetase mi pequeño instante de felicidad.
Samy y
Azazel tuvieron muchos hijos en el tiempo que pasamos allí. Me miraban con
cierta dulzura, con cierto orgullo de hermanas mayores. Incluso Camael se
descolgó por nuestros dominios, aunque él no era constante; su presencia no
duró. Pero sí la de muchos otros, que se cansaron de luchar en la guerra de
Miguel y Luzbel. Que solo querían una vida de paz… y amor.
Enseñamos a
los mortales. Las ciudades, la rueda, la agricultura, la escritora, la
industria; todo vino de nuestras manos. Los mortales érais hermosos, con
vuestra luz, vuestros ojos increíbles, el modo en que mirábais a las estrellas.
¿Cómo no amaros?
¿Cómo no
amarte?
Y de pronto
la guerra terminó. Padre nos llamó a todos a sus salones… y yo temí las
represalias si no acudía. Te despedí con una caricia, callé tu preocupación con
un beso y te prometí volver.
Y no volví.
Grigori,
los llamaron. A todos los que no acudieron a los salones de Padre, a todos
aquellos que eligieron quedarse en la Tierra con los mortales. Todos sufrieron
el castigo… pero la ira de Padre fue destinada a Azazel y Samyaza, sus hijas
predilectas. Desde su prisión, colgada en el Cinturón de Orión, encadenada con
cadenas de pura energía, Samyaza gritó hasta perder la voz, se revolvió hasta
dejar sus muñecas en carne viva, lloró hasta quedarse sin lágrimas mientras
Azazel era torturada hasta la muerte. Gabriel, furioso, cumpliendo la palabra
de Padre, cubrió cada centímetro de la marmórea piel de Azazel con piedras al
rojo vivo, mientras ella gritaba en agonía, mientras Samy la llamaba desde el
abismo en el que estaba condenada. Los gritos de Azazel se apagaron cuando
ya solo sus ojos estaban visibles, cuando cada parte de su ser era solo agonía.
Y entonces,
se extinguió.
Fue la
primera vez que vi morir a un inmortal.
Nunca has
visto nada así. De pronto no hay nada, de pronto el mundo entero se oscurece y
un eclipse atrapa todo. Y el alma marcha.
¿Hay Cielo
para nosotros?
Azrael
apareció a mi lado. Me acarició la cabeza un segundo, me dirigió una mirada
sesgada. “Lari” dijo, y nada más. Se arrodilló junto al cuerpo torturado de
Azazel. Allí solo quedábamos Remiel y yo, y el eco de los gritos de Samyaza. Me
parecía oír su llanto en el aire mismo.
Miguel estaba
en los salones celestiales, descargando su espada contra todo lo que
encontraba, tratando de acabar de destruir su corazón en ruinas. Luzbel se
había ido para siempre.
Yo estaba
allí. Cobarde, niña.
Gabriel estaba
dando caza a los niños semimortales, a los nephilim.
Recuerdo que
grité tu nombre. Recuerdo que de pronto fui consciente de lo que implicaba que
Gabriel bajase a la Tierra, que alcanzase tu ciudad. Remiel y Azrael me
miraron, entendiendo, sin entender. Remiel me acarició un segundo con sus alas
antes de que yo alzase el vuelo, los ojos arrasados en lágrimas, el pecho
ardiendo.
La espada
de Uriel fue más rápida.
Cerré los
ojos.
Un eclipse
sobrevino al mundo.
No hay
paraíso para quien no debiera morir.
Anoche soñé
que era un ángel. Un ángel con alas blancas, un ángel con una cabellera negra y
salvaje hasta la cintura. Anoche soñé que dejaba caer la espada a tus pies, que
tus ojos se trataban con los míos una última vez. Anoche me dejé abrasar en tu
mirada con tal de tener tus labios una vez más. Con tal de enredar tu cuerpo
contra el mío durante un último segundo.
Anoche soñé
que era un ángel, solo para ti. Anoche soñé que podría volar solo si tú
quisieras ser mi razón para volver a la Tierra.
Anoche soñé
que era un ángel.
Tu ángel.
El sueño del ángel by Mª Gumiel is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Unported License.
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