viernes, 13 de junio de 2014

Cielo abajo

Cierro los ojos.
Cuenta hasta tres. Pero no sirve contar, hay que medir el tiempo en latidos. Cielo abajo. Todo tirita, todo tiembla... cielo abajo.
Parpadeo.
A veces le pregunto a mi corazón cómo demonios se atreve a seguir latiendo. A veces me diría que tú también se lo preguntas, ¿verdad? Cada mañana, cada vez que despiertas y no sabes si voy a seguir ahí. Si te sirve de consuelo, yo tampoco lo sé. Cada amanecer cuando abro los ojos y el sol hiere mis pupilas hasta convertirlas en cabezas de alfiler... cada aurora que es una maldición y una bendición.
¿Alguna vez te has enamorado? Y no digo encapricharte. No digo encapricharte y cegarte y dejar que lo que la otra persona diga o sienta te haga cometer estupideces. Eso no es amor. Eso es capricho. Todos los adolescentes de este mundo lo han sufrido alguna vez. Todos creen haber sufrido por amor.
Yo hablo de amor... amor de verdad. Hablo de entregar todo lo que tienes, lo bueno y lo malo, entregar cada partícula de tu ser... entregar cada latido de tu corazón.
El cielo está despejado, es una noche preciosa. Una noche de luna llena, una noche perfecta para salir a buscar hadas. O a que te muerdan los duendes. Parece que últimamente están agresivos.
El viento sopla entre las hojas de los álamos y yo me pregunto si acurrucarme entre sus raíces y dormir el resto de mi existencia o talarlos todos. No más vaivenes de hojas plateadas y verdes, no más susurros engañosos de día y de noche. El silencio sería paz.
La luna parece un ojo vigilante en el cielo. En otro tiempo habría sido capaz de volar hasta ella, tú lo sabes de sobra. Yo nací con alas, como cualquier otro ángel. Un par de alas blancas y preciosas, un par de alas que era casi incapaz de no batir continuamente. Cuando cierro los ojos... ay. Aún recuerdo cómo era eso. Era emoción pura, era estar allí donde nadie pudiera alcanzarme pero donde todo estaba a mi alcance. Por encima de las nubes... el sol se derramaba como oro fundido sobre algodón y el cielo parecía tan... inmenso. Todo era perfecto. Perfecto. Perfecto...
Ven, abrázame. Ya no me queda otra cosa. Las raíces de un sauce joven, cerrar los ojos al mundo y dejar de pensar. Dejar de sentir. Dejar de obligar a mi corazón a preguntarse cómo puede seguir latiendo. Es eso o tu abrazo.
A veces pienso que si soy lo bastante liviana podré ascender de nuevo. Desaparecer. El pelo cada vez más largo, la piel cada vez más blanca... pero claro, ¿quién quiere ser un cadáver andante?
Por otra parte, ¿a quién le importa ya?
A veces aún me duelen mis heridas. No es solo dolor de corazón. Sin alas el equilibrio es diferente, creo que en realidad nunca llegué a acostumbrarme a no tenerlas. Creo que en realidad nunca he sido capaz de dormir desde que no puedo envolverme en ellas. Todo esto está siendo un día muy, muy largo... eterno. Pero todos los días tienen su atardecer.
Como esa luna suspendida en el cielo, como el abismo bajo mis pies descalzos. Sentada en el alféizar de la ventana, mirando la luna. Me gustan los límites. Hacen que todo se vea más nítido.
Aunque aquí, cielo abajo, nada es como debería ser. La luna está demasiado lejos. El bosque está demasiado lejos. Todo... todo está demasiado lejos.
¿Alguna vez te has enamorado? Hablo de amar de verdad. Hablo de dejar que un dragón te arranque las alas por amor. Hablo de entregar todo lo que eres por amor. Hablo de abrir los ojos un día y despertar sin alas y sin nada a lo que aferrarte, por amor.
Hablo de ser lo bastante idiota para cortarte con los bordes de los recuerdos cada vez que cierras los ojos. Ya no recuerdo las nubes. Ya no recuerdo el viento en las alas. Ya no recuerdo la risa que llenaba mi pecho al volar. Cielo abajo no hay nada de eso.
Ya solo tengo recuerdos que me torturan. Ya solo tengo... recuerdos que en su día fueron felices y ahora son cristales rotos debajo de la piel. La piel... la piel que recuerda todo. Una piel que recuerda cada contacto. Cada caricia que ocultaba una mentira.
Estúpida.
¿Todos los ángeles son estúpidos, o fui yo sola?
Ya da igual. Ya no estoy allá arriba, volando, soñando, creyendo que podría coger la luna con las manos. Ahora estoy aquí. Cielo abajo. Contigo.
Cierra los ojos.
Abrázame.
Espero poder amanecer mañana a tu lado. Dado que aún quieres a este pájaro con las alas rotas, haré que mi corazón siga latiendo con el tuyo.

jueves, 13 de marzo de 2014

Eva

Esta habitación es un maldito desastre.
Lanzo las botas militares hacia atrás, aunque tengo cuidado de que caigan cerca; esta noche voy a necesitarlas. Aparto jerséis y sudaderas, varios vaqueros, un par de camisetas. Desde que la barra del armario cedió bajo el peso de la ropa, he renunciado a intentar mantener un orden respecto a mis escasas prendas.
Tampoco se puede decir que me cueste mucho encontrar lo que quiero ponerme entre mi ropa… aunque claro, eso era cuando era mi ropa. Un vaquero, tres camisetas, dos sudaderas, la gabardina, un par de mallas, las botas y algunas prendas interiores. Aquello era lo que yo solía ponerme, antes de que mis padres de acogida decidieran que parecía una mendiga y llenasen mi armario con pantalones chinos y jerséis de colores pastel.
Vale, he de reconocer que esta es la mejor casa en la que he estado hasta ahora. Pero eso no lo hace menos frustrante.
-¡Vamos! – mascullo, mientras lanzo una mirada rápida a la esfera de mi reloj de muñeca. Está tirado junto a la pata de la cama, pero puedo ver perfectamente la posición de las agujas; las doce menos veinte.
No tengo tiempo.
Al fin atisbo el brillo cálido del cuero. La gabardina de mi padre está hecha una bola en una esquina del armario, pero cuando la estiro y sacudo el olor familiar a cuero curtido y viejo y a humo me envuelve como una vieja manta y me hace recobrar la calma por unos instantes. Me la pongo encima de las mallas de correr y la camiseta bien ceñida que he elegido para la salida nocturna, y rápidamente hago inventario del contenido de los bolsillos; los interiores contienen una pequeña hoz de plata sobre el corazón, un bote de sal sobre el pecho derecho, un saquillo de piedras con runas talladas sobre los riñones, unos cuantos cuchillos arrojadizos repartidos en el tórax y uno en la manga izquierda. Papá nunca escatimó a la hora de llevar armas, siempre que fueran ligeras; él y yo tenemos exactamente la misma complexión, o eso solía decir mamá. De cualquier modo ya no importa.
En el bolsillo derecho tengo un par de guantes de cuero y una cuchilla de afeitar, por si fuera imperativo que me hiciera algún corte; en el izquierdo hay una pequeña bolsita de plástico. No puedo evitar sonreír, porque sé exactamente lo que contiene.
“Manías a las que debería renunciar, Parte 1”: no debería comer tantos dientes de ajo en salmuera. Bueno… en realidad es un revuelto de dientes de ajo, cebollitas y aceitunas negras, un potingue pringoso que pica una barbaridad y por lo que tengo entendido deja un aliento repulsivo; pero a mamá le gustaba. Es una de esas tonterías que no puedo evitar.
Y además está muy bueno, qué demonios.
Saco la bolsita y pesco una aceituna negra; al fin y al cabo, la salmuera conserva, ¿no? No creo que me vaya a poner enferma por esto. Y aunque me ponga enferma, con la tontería mayúscula que voy a hacer esta noche acabará por no importar. No creo que viva tanto como para que la mísera oliva negra que acabo de tomar me provoque una diarrea. O lo que sea que cause la salmuera en mal estado.
Me agacho, cojo el reloj de pulsera, me pongo las botas militares, aprieto bien los cordones y me dirijo a la puerta de dos rápidas zancadas. Cuando estoy a punto de aferrar el pomo de la puerta, me detengo, la mano a pocos centímetros del picaporte.
Esta es con mucho la mejor casa de acogida en la que jamás he estado. No me recuerdan cada poco tiempo que debería estar agradecida por cada migaja que me dan. No me reprochan mis problemas con los estudios. No maldicen cada poco a mi padre ausente y mi madre toxicómana. No parecen preguntarse si me pareceré a ellos.
Si salgo ahora delante de sus narices, y vestida con esta ropa, y con todo lo que llevo en los bolsillos…
Suspiro. Le he cogido cariño a este par de viejos, qué demonios. Y además no quiero discutir antes de una buena pelea.
Así que me doy la vuelta y abro la ventana con cuidado. Vivimos en un séptimo piso, pero hay una escalera de incendios que recorre todos los balcones. Siempre puedo decir que iba a una fiesta de disfraces o algo así. Tengo oído que las chicas normales se escapan de casa para este tipo de cosas.
Aprieto los dientes mientras me siento en el alféizar de la ventana y voy bajando los pies hasta tocar la cornisa con la punta de los dedos. Con cuidado, con mucho cuidado, voy desplazándome de lado hasta que alcanzo el balcón del cuarto de mis padres de acogida. Con un poco de suerte estarán en el salón y no se darán cuenta de lo que estoy haciendo.
Bueno, o con mucha suerte.
Sin embargo, esta noche la luna está de mi parte y los viejos están viendo algún culebrón en el salón. Siento un extraño alivio al pensar que no tendré que dejar esta casa esta noche.
Aunque si sobrevivo, me va a tocar hacerlo de todos modos.
Del balcón del primer piso al suelo no hay escalera; está plegada y no me imagino el ruido que hará desplegarla, así que hago este último tramo de un salto, pues apenas son dos metros… bueno, dos metros y un poquito, pero no importa en realidad. Aterrizo sobre las puntas de los pies y ruedo sobre el costado izquierdo para amortiguar el golpe, y me pongo en pie muy rápido haciendo un rápido gesto con la cabeza hacia la izquierda para apartarme el pelo de la cara.
“Manías a las que debería renunciar, Parte 2”: debería cortarme el pelo.
Hasta donde yo sé, lo del pelo corto era un problema para las mujeres de mi clase hasta hace no tanto, pero a día de hoy ya podría llevar el corte que quisiera sin que nadie me acusase de nada. Sin embargo, me veo incapaz de hacerlo. A papá le gustaba mi pelo, recuerdo que se burlaba de mamá diciendo que yo había heredado su pelo y no el de ella. No puedo decir que una melena castaña y lacia, color ratón, sea exactamente preciosa; los negros bucles de mi madre eran mucho más bonitos. Pero a papá le gustaba.
Las cosas que importan nunca son las que deberían importar, ¿verdad?
Rápidamente me hago una trenza en la nuca y la enrosco en torno a mi cabeza. Puede parecer un peinado pasado de moda o absurdo, pero es más útil que una trenza suelta que cualquiera podría agarrar o un moño en lo alto del cráneo que afecte mínimamente a mi equilibrio. El pelo pesa. Mamá siempre lo tenía muy en cuenta.
Reviso la hora una vez más; tengo la manía de llevar la esfera del reloj en la cara interna de la muñeca, un gesto que nadie comprende y realmente yo tampoco. Supongo que me gusta guardar bien mis secretos. Es un poco irracional. Supongo que muchas de mis costumbres lo son, manías heredadas de papá y mamá.
Pensando con lógica, debería decirme que a ellos no les sirvieron para sobrevivir… pero los mantuvieron con vida mucho tiempo, ¿no?
Doce y cinco. Hasta las tres de la mañana aún tengo tiempo… tiempo para recorrer la ciudad y encontrar el Círculo. Tiempo para prepararme, también. Escudriño la luna; cuarto creciente. Era buena para… ¿para qué? A veces me pregunto por qué no escuchaba con más atención. Mamá siempre dijo que era culpa de papá, y papá siempre dijo que era demasiado pequeña para tanta tontería. Aunque ella decía que había empezado a entrenarse de mucho más pequeña…
Doce y ocho. No tengo tiempo. Cuarto creciente, ciclo de tempestad. Necesito… necesito runas, obviamente. ¿Qué runas? Rápido. No las recuerdo bien. Tanteo en el bolsillo cosido a la espalda del abrigo, sobre los riñones – cosido por mamá, con todo el cuidado del mundo, porque a papá le gustaban los bolsillos secretos. Extraigo el saquillo de runas, las dejo caer sobre mi palma mientras las miro frenéticamente. Casi se desdibujan ante mis ojos.
Doce y diez. Date prisa, idiota. Hay una que parece una lanza y que tenía nombre que empezaba por “T”. ¿Realmente importa si no puedo recordar los nombres? Creo que es más importante la intención. Mamá era impaciente e inconstante y me habría regañado, pero creo que papá me hubiera dicho que me atreviese a probar. ¿Por qué no?
Devuelvo las piedras a su bolsita, saco la cuchilla de afeitar y me dibujo la runa en el dorso de la mano izquierda, con sangre. Nunca he tenido el pulso que tenía mamá, creo que me asusta hacerme heridas, pero aún así es bien reconocible. ¡Tyr! Así se llamaba. Tyr es para la guerra y para atacar. Tyr, el guerrero. Está bien, ¿y para defenderme? Miro las runas dibujadas otra vez. Dos palitos paralelos, el derecho más largo que el izquierdo, y una línea horizontal uniendo ambos. No recuerdo su nombre, pero representaba un toro y la fuerza. Supongo que más o menos podría servir.
Asiento para mí. Esto va a ser más difícil, pero el dibujo es fácil y lo trazo rápidamente sobre el dorso de mi mano derecha. Soy más o menos ambidiestra, o eso intentó mamá. Era importante que pudiera dibujar todo.
Ahora viene lo más difícil. ¿Hora? Doce y veinticinco, vale. Me ha llevado más tiempo del que pensaba, pero no importa. Si me pongo nerviosa todo será peor. Vuelvo a mirar las piedrecitas. ¿Qué debería elegir para pasar desapercibida? Aparte de unos ojos cenagosos, un pelo lacio y castaño ratón, una estatura mínima y una delgadez y palidez enfermizas…
Hay una que parece una “B” muy puntiaguda. Recuerdo su nombre, biaryán o algo así. Mamá la utilizaba cuando quería ver cosas con más claridad. Papá invertía las runas para que tuvieran el efecto contrario. Esta servirá. Cierro los ojos, aprieto mucho los dientes y me dibujo una “B” invertida y puntiaguda entre mis pechos casi inexistentes, sobre el esternón. Cuando me atrevo a mirar, parpadeando mucho para contener las lágrimas, no puedo evitar sonreír levemente. A la luz de las farolas, el dibujo de la runa invertida es claro y preciso, y casi brilla. Lo mismo ocurre con los cortes en el dorso de las manos.
Mamá estaría orgullosa.
Aprieto los dientes, me subo el cuello de la camiseta. No llevo sujetador, no tengo pecho como para tanto y además sería un maldito estorbo como tuviera que pelear en condiciones. Acaricio la hoz en el bolsillo sobre el corazón; para mamá tenía mucho significado. Devuelvo las runas a su bolsillo, la cuchilla al suyo. Saco mi bolsita de plástico y me meto un diente de ajo en la boca. El picor me calma lo suficiente como para decidir mi siguiente paso.
Una menos veinticinco. Tengo más de dos horas para encontrar el Círculo, aunque si lo hago antes todo será mucho mejor. Me cierro la gabardina y dedico una última mirada a la luna, pidiéndole que no sea demasiado tarde.
“Manías a las que debería renunciar, Parte 3”: no debería involucrarme. Mamá siempre lo dijo, “no te involucres”. Esa era la máxima. Puede pasar lo que pase ahí fuera, pueden combatir, enfrentarse unos a otros, maquinar, planear hacerse con el mundo entero. Pero yo no debo. Yo debo centrarme en sobrevivir.
Suspiro mientras echo a andar rápidamente calle arriba, acariciándome suavemente con un dedo la cicatriz circular que tengo entre las cejas, centrándome en ver con claridad el mundo a mi alrededor. En ver más allá de lo que ven las criaturas normales.
– Perdóname, mamá – murmuro, mientras siento un tirón sobre el esternón que me conduce inexorablemente hacia el lugar donde seguramente esté el Círculo –. Pero esto es culpa tuya. Si no me hubieras dejado sola…
Sigo caminando todo lo rápido que puedo, tratando de no mirar atrás. No debería involucrarme. Pero si no me involucro, él morirá. Si no me involucro, quien sabe lo que podría pasar.
Si no me involucro, me arrepentiré para siempre.

A veces me pregunto si mamá sabía realmente en qué me estaba metiendo cuando me empezó a contar todas aquellas cosas.

lunes, 20 de enero de 2014

Silence

Cierro los ojos.
Los brazos extendidos a ambos lados de la cabeza, abiertos como alas. Siento la lluvia en cada centímetro de mi ser, cada parte de mí es pura sensibilidad. Me dejo arrastrar escuchando los latidos de mi corazón, un timbal lento y espaciado, alto, tan alto que podría dejar sordo a cualquiera que quisiera asomarse a mirar.
Es un corazón complicado, ¿sabes? No sé muy bien por qué sigue latiendo.
De veras, pregúntatelo. ¿Por qué late el corazón? Y no hablo de venas y arterias, esas sé bien cómo funcionan. Me aprendí esos nombres que suenan a islas en la otra punta del mundo hace muchos años; cava, aorta, coronaria. No, no hablo de ellas. Ellas hacen posible el latido. Pero, ¿qué lo hace latir? ¿De dónde viene eso que me mantiene en pie y me tumba, de dónde viene lo que iluminó mis ojos cuando los abrí la primera vez, lo que desaparecerá cuando los cierre la última?
Me giro sobre la hierba, los párpados apretados, los labios entreabiertos. Las gotas de lluvia juegan en mi pelo y en mi espalda, y yo sigo sin abrir los ojos. ¿Para qué? Todo lo que quiero ver está lejos... muy lejos... a unos palmos sobre la hierba empapada, a miles de años de espacio y tiempo. Tirito.
Los dedos se me enganchan en la cadena que llevo al cuello, se me escapa un solo suspiro. Dicen que hay una enfermedad que hace confundir la realidad con los sueños... quien me lo dijo no suele equivocarse. ¿Y si llevo todo este tiempo dormida? ¿Querría despertar?
Cada latido de mi corazón se encadena con el anterior. Es una melodía complicada, sin sentido... sin sentido para quien no sepa escucharla, supongo que igual que yo. Soy un violín con las cuerdas demasiado tensas, no vale cualquier arco y tampoco cualquier par de manos. Hace falta mimo y... hace falta querer saber.
Abro los ojos.
La media sonrisa de Cheshire ilumina el cielo, y no puedo evitar responder con una propia, un poco menos sesgada, un poco más ilusa. La sonrisa de una niña muy anciana, una criaturilla hecha de retales de viejos suelos y deseos. A veces me pregunto... me pregunto cómo es que he llegado hasta aquí.
Yo no estaba destinada a nacer, y en cambio estoy aquí. Supongo que en mí misma soy un desafío, y me encanta. Me siento en medio de la tormenta a mirar la luna que juega entre las nubes, un ser que no pertenece a ningún mundo. Una criatura sin dueño y sin hogar, destinada a la nada...
¿Sabes qué es lo curioso del destino? Dicen que está escrito. Pero yo no lo creo. Mi destino era la soledad, mantener la cabeza gacha, avergonzarme de mi diferencia. Y estoy aquí. Estoy aquí con los brazos abiertos en mitad de la tormenta, sintiendo todo lo que no debería sentir.
Soy feliz.
No existe ningún destino. Cada uno escribe el suyo propio, y dado que no hay otra cosa que yo sepa hacer, el mío será una historia digna de ser contada. Una historia que no se contará... porque yo no quiero que se cuente.
Pero valdrá la pena. Lo escribiré con la tinta de mis venas si hace falta.
El viento agita mi pelo, mi vestido, la cadena que llevo al cuello. Aferro el anillo entre los dedos, preguntándome si debería dejarlo ir. Es tiempo.
Yo ya no soy esa niña asustada.
No puedo evitar reír. Los latidos de mi corazón siguen sonando como un tambor en medio de esta nada, fundiéndose con los violines, con la risa satisfecha de Cheshire. Claro que sí.
Soy libre.
No hay destino. No hay pasado. No hay nada que vaya a quemarme o limitarme. Solo la lluvia, mi corazón, este segundo. Todo lo que tengo y a la vez no tengo.
Todo lo que es y no es perfecto.
El silencio es atronador. Parpadeo con la vista fija en el sol, los ojos relumbrando como cobre fundido al sol, el pelo siendo una corola de llamas de azabache. Las nubes contra el amanecer de la tormenta trazan arcos y curvas, dibujan corcheas contra las líneas de los rayos de sol tocando su propia sinfonía.
Los latidos de mi corazón se han apagado.
Un sueño más.
Mío, y solo mío.

martes, 14 de enero de 2014

Phoenix | 27/02/2013

Hoy se ha subido una chica triste al autobús.
Puede parecer una descripción parca, pero no hallaría otro modo mejor de resumirlo ni aunque viviese mil años. Llevaba el pelo recogido en una trenza que le caía sobre el hombro derecho, una trenza de ese color a medio camino entre miel y caramelo que tantas mujeres tratan de imitar, sin conseguirlo, a base de tintes. El flequillo le tapaba un poco la cara, y bajo él se asomaban al mundo dos iris de un color castaño profundo, líquidos y deslumbrantes. Delineaban sus ojos asombrosos unas espesas pestañas solo un punto más oscuras que su cabellera, y sobre ellas se desplomaban en arco triste sus cejas elegantes. Los ojos de la muchacha apuntaban al suelo, al igual que las comisuras de su boca; la chica más guapa y más triste que he visto en mucho tiempo.
No he podido evitar preocuparme por ella. Tenía rastros de maquillaje difuminado bajo los ojos enrojecidos, como si hasta hace poco hubiera estado llorando. No aparentaba más de quince o dieciséis años, pero destilaba una tristeza tan profunda... hubiera querido decirle algo. Hubiera querido acercarme y preguntarle el por qué de su melancolía, consolarla. Pero no se me dan bien estas cosas. Al fin y al cabo, ¿qué le iba a decir? Estoy tan mal como pueda estarlo ella. No es lógico intentar confortar a alguien cuando tú mismo te desmoronas por dentro.
Solía saber qué hacer en estos casos.
Ahora, apenas sé cómo mantenerme a flote yo misma.
Así que me limité a apartar un poco la mochila raída que suelo llevar a clase, por si quisiera sentarse a mi lado. No lo hizo. Yo me siento delante del todo, justo detrás del conductor; hay un saliente que me permite mantener la pierna en alto, para apoyar los libros que siempre voy leyendo. La gente no suele sentarse tan adelante a no ser que no haya más sitios.
La chica triste pasó de largo, y yo hice un esfuerzo por no girar la cabeza. Sería demasiado raro. La asustaría. Me limité a subir aún más el volumen de la música que resonaba en mis auriculares, hasta hacerme daño en los oídos. El dolor me recuerda que estoy viva, viva, viva. 
Cuando no tienes nada a lo que aferrarte, te inventas un clavo ardiendo y te sujetas a él. Crees que te agarras al clavo, pero en realidad lo que te sostiene es tu propio dolor. El dolor del clavo quemando tu piel te recuerda que estás vivo. El dolor dispara tu instinto de supervivencia.
Al menos, yo siempre lo he visto así. Cuando no tengo nada a lo que aferrarme, me agarro al dolor. Míralo de este modo: entre caer por un acantilado o agarrarte a un alambre de espino y trepar, ¿qué elegirías?
En la siguiente parada, se subió otra chica, totalmente distinta a la anterior. Diría que era perfecta, si una Barbie fuera mi ideal de perfección. Pelo perfectamente teñido, maquillaje perfecto, ropa impecable. Todo la delataba como la típica mujer de éxito, salvo el diminuto piercing en la aleta de su cincelada nariz. Y los tres de la oreja. Muy pequeños, de plata, discretos. Como si quisiera ocultarlos.
Con un suspiro, aparté del todo mi mochila y la dejé sentarse a mi lado. Me miró con expresión de desdén, bueno, ¿y qué esperaba? Ya estoy acostumbrada a ese tipo de reacciones. Si quisiera otras, no iría a clase con una sudadera raída y negra, con los mitones ya cosidos a las mangas. Me miró juzgándome, juzgando mi ropa descuidada, mi pelo mal recogido, mis uñas negras con el esmalte descascarillado. Las botas militares. Lo miró todo por encima, sin llegar a ver realmente nada más allá. Tomó su decisión respecto a mí, se sentó, y se olvidó de mi existencia.
Como todos.
Fuera, rompió a nevar. Los copos golpeaban contra el parabrisas a una velocidad sorprendente, pues al fin y al cabo vivimos en medio de un páramo y cuando el viento sopla, lo hace con ganas. Me quedé mirando los rizos que dibujaba la nieve en el aire, soñando despierta. Haciéndome preguntas que ya sé que no debo hacerme.
También me pregunté en qué momento la chica de los piercings se convirtió en la mujer perfecta y profesional que se sentaba a mi lado.
Subí más el volumen. La misma canción, una y otra vez, en bucle. You're gonna go far, kid. Offspring. Una y otra vez, a todo volumen. 
Si te caes, te levantas. Me lo he repetido hasta la saciedad. Si te caes, te agarras a lo que sea, al alambre de espino, al cristal roto, al dolor o a un recuerdo que ya no sabes si es bueno o malo, a una promesa o a un viejo sueño. Y te levantas.
Porque todavía estás viva. Porque mientras estés viva, significa que tienes al menos una oportunidad más. Porque te queda mucho por vivir. Porque tienes mucho que ofrecer al mundo, y muchas deudas que saldar. Muchas promesas por cumplir.
Muchos sueños que alcanzar.
La música me hace daño en los oídos mientras escribo, mis extraños oídos, tan sensibles para algunas cosas. Las canciones que siempre me han levantado el ánimo. Fiddler's Green, Alestorm, The Offspring. A todo volumen. Si hay violines, mejor.
Si te caes, te levantas. Por orgullo, por amor, por deber, por algún sueño que aún quieras cumplir. Por un lugar al que necesitas volver. Por una música que quieres volver a escuchar.
Si te caes, te levantas.

Porque rendirse sería demasiado fácil.

23/04/2013

Ya atardece.
El sol se estrella ya sin fuerza contra los cristales de las ventanas del salón, pintando la habitación de fuego mientras la luna le va ganando terreno allá arriba en el cielo. Algunas estrellas irreverentes se aventuran ya a flotar en el cielo teñido de malva. Todo parece cristalizado por un instante. Quieto. En paz.
Pero el instante pasa y todo sigue adelante, revolviendo mis pensamientos como siempre. Siempre creí que el tiempo viene a curar las heridas, pero en realidad, el tiempo las quema. Las convierte en cicatrices. Y las cicatrices son para siempre.
Me gusta el modo en que el sol me baña en oro rojo. Me gusta brillar envuelta en llamas, el pelo siendo una corola de fuego y azabache. Borra las ojeras, la palidez, la mueca exangüe de los labios. Vuelve los ojos de cobre fundido. Cobre viejo.
Tiempo. Date tiempo para pensar. "Date tiempo para reflexionar, luego hablaremos". Pero el luego nunca llega, ¿verdad? No quiero esperar, pero tampoco hay nada más que pueda hacer. Esperar. 
Quiero pensar que todo irá bien. Que la vida nos pondrá a cada uno en nuestro sitio. Sin destino, sin pasado. Sin ayer. Solo un ahora. Este segundo. La música.
Los ojos que me queman, el recuerdo de otros ojos. Ojos como el mar en las tormentas, azul embravecido, casi gris. ¿Dónde está? ¿Tiene algún sentido hacerse estas preguntas, casi ocho años después?
La luna parece querer congelar el cielo hoy. Una telaraña de escarcha sobre el negro del firmamento, una laguna de luz helada. Plata derramándose sobre el cielo nocturno. Querría estar ahí fuera. Tirarme sobre la hierba, cerrar los ojos y dejar que me cubriera de plata a mí también.
Quisiera parar el tiempo y detenerme a dormir en esa piel, la que parece tener gravedad propia, arrastrarme. ¿Cuánto tiempo más? No me gusta esperar. Nunca me gustó esperar. Y ahora, menos.
Mi ángel, el ángel con las alas de agua y mudo, parece cantar en voz muy baja. En mis sueños, siempre en sueños. Porque ya no hay otro lugar para nosotros dos.
¿Terminaré algún día de despedirme?
Personalmente, lo dudo mucho.
Esa luna creciente parece querer acunarme hoy. La luna y mi propia voz, cantando muy bajito aquella canción. Para no olvidar. Mi ángel.
"Atrévete", grita.
"Sabes lo que quieres. Y también sabes lo que no quieres hacer."
Un segundo más y estaré lejos de aquí. Un día más, un mes más. ¿Existe aún el tiempo? Qué más da. Ocho años congelada en el recuerdo de unos ojos como el cielo al atardecer. Aterciopelado azul, casi gris...
Qué importa el tiempo. Qué importa si esto tiene sentido o no. Qué importa todo, si tengo un corazón soñador y majadero que tiene tendencia a ignorar a la razón, tinta en las venas y un ángel que me dice que me deje de miedos y me atreva a volar.
Y qué si estoy loca.
Al menos, seré feliz. Mientras tenga tinta y papel, palabras. Mientras haya alguien que no quiera hacerme renunciar a partes de mí... mientras haya posibilidad de volver a soñar.
Sin hogar al que volver. Porque al fin y al cabo, es mucho más fácil saltar cuando no se tiene nada que perder.



miércoles, 8 de enero de 2014

Planes de futuro.

Todos tenemos días malos.
Yo los tengo, como todos. Días mejores y peores, días en los que no puedo más. Esos días en los que me encantaría tumbarme en cualquier parte. En un bosque, por ejemplo. Escuchar la caricia de las hojas contra el viento, el canto de los pájaros. El rumor suave de la vida. Y dejar que la maleza me fuera cubriendo lentamente, despacio.
No volver a levantarme en mil años, cuando todo lo que duele, todo lo que quema, haya desaparecido.
Cierro los ojos.
Magnolias y sauces.
A veces me hago preguntas. Bueno, en realidad siempre me las hago. Por qué nací, por qué estoy aquí. En realidad, yo no quería esto.
Yo era... esa chica de deseos pequeños y sencillos. Quería una casita en mitad de la nada. Un lugar donde poner mi biblioteca. Una familia.
Sí, era el tipo de niña tonta que quería tener una familia.
Pero me temo que no va a ser así.
Magnolias y sauces, esos son mis planes de futuro. Lo más seguro que tengo. La única promesa que se me permite.
A veces cierro los ojos y me permito creer que en Irlanda será diferente. Aprieto los puños y rezo a quien sea que quiera oírme porque me den la opción de marchar, suplico que no tenga que quedarme aquí un año más. Atrapada.
Magnolias y sauces, sí.
Me gustan los lobos.
Una vez, hace mucho tiempo, tuve mi propio pequeño lobo. Y también la seguridad de una persona a la que volver. Esa era para mí la imagen del hogar, ¿sabes? No una casa ni... nada remotamente parecido. Gabriel sentado en el tocón de siempre, dibujando en el suelo con un palito, poniéndose de pie emocionado al verme acercarse.
Gabriel, siempre dispuesto a esperarme.
Y luego, ¿qué? Me dejo encandilar. Me enamoré una vez, siendo una niña, y cuando me fue negado... supongo que se me negó todo al tiempo. Y se me sigue negando.
La diferencia es... que antes se me negaba de otro modo. Antes vivía distante, atrapada en un recuerdo, siempre atada a aquello. Siempre perdida en... Dios sabe donde. Envuelta en mi propia neblina, en mi propio mundo. Nada entraba. Ni las caricias ni los golpes. El mundo podía arrollar mi cuerpo con la crueldad que quisiera, yo no estaba ahí.
Yo estaba en cualquier otra parte. En un lugar donde nada dolía ni importaba.
Y de repente desperté. Como una suerte de estúpida Bella Durmiente, desperté para recibir todas las caricias y la luz del mundo. Construí frágiles sueños, construí ideas y sueños y hermosas escenas de esperanza. Todo con los retazos de lo que parecía una luz real.
Un fuego fatuo.
Se me sigue negando. Solo se me permitió tener a Gabriel. Aferro el anillo que llevo al cuello y pienso... pienso que pese a todo valió la pena.
Si este es el precio por haberlo conocido.
Entonces valió la pena.
Lo pagaría mil veces.
Y de cualquier modo, esto no está tan mal. El dolor es sordo, las alegrías son cristalinas. No soy tan débil como para no poder con esto algún tiempo más. Que duela lo que tenga que doler, el tiempo que tenga que doler. Que acabe como tenga que acabar. Al final volveré a estar entera.
De un modo u otro.
Al fin y al cabo, yo siempre he estado sola.
¿Por qué no arriesgarme a no estarlo?

sábado, 4 de enero de 2014

Anoche soñé que era un ángel.
Soñé que volaba. Soñé con el viento en el pelo, con la Tierra tan lejos que no importaba nada. Soñé que estaba sola en el aire, sola con el cielo sostenido por mis alas. Anoche soñé que era libre de ser lo que yo quisiera. Y bajé a la Tierra a buscarte.
Anoche soñé con nosotros bajo la lluvia. Tus ojos quemaban como si fueran el fuego que corre por tus venas, mis alas blancas extendidas en torno a nuestros cuerpos. Tan cerca, tan lejos, tan distantes y tan cercanos. Tus labios que siempre parecen pedir más, que exigen algo equivalente a todo lo que regalan.
Una espada en mis manos, larga, llameante. Manchas de sangre en mis alas blancas, tiznadas de hollín. El desafío de siempre en tu independencia salvaje, tu reticencia a rendirte. Cada centímetro de mi piel suplicando tu abrazo, las alas temblorosas, la lluvia enmascarando mis lágrimas. Mortal e inmortal, y en cambio tú eres el orgullo. Tú la arrogancia. Tú la fuerza que sostiene nuestros mundos.
Cielo y Tierra, y por debajo, el mismísimo Infierno.
Todo temblaba. Mis miembros de repente eran inamovibles, solo podía cubrirte con mis alas, darte ese refugio que rechazabas. Cielo y Tierra, y el Infierno reptando bajo nuestros pies.
Pero aquí solo estamos tú y yo.
¿Quién podría no amarte?
Tu cuerpo magnético atrayendo al mío. Mis alas temblorosas, reclamando volar de nuevo, ser libre.
Pero yo misma elegí estas cadenas. Yo misma amo estas cadenas.

Hace tiempo, éramos libres. O eso soñábamos. Nacimos de nuestra pura esencia, cada uno a su manera. El mayor fue Miguel, el hijo predilecto de Padre… o eso parecía, ¿verdad? Eso creíamos todos… pero Miguel era simplemente el más obediente, el más dispuesto a cumplir la Voluntad de Padre. El hijo favorito de nuestro Padre fue siempre Luzbel, tan hermoso, tan inteligente, tan… perfecto.
Los demás estábamos por aquí. Samyaza y Azazel, siempre juntas, siempre… muy juntas, sí. Cómplices. Azrael y Remiel, el Ángel de la Muerte y el Sanador, era lógico que se sintieran cercanos, pues sus habilidades discurren paralelas, la del uno desemboca en la de otro. Al fin y al cabo, Remi era el encargado de guiar las almas que Azrael escogía hacia el Otro Lado. Samael, el pequeño Samael, siempre en segundo, siempre mirando con los ojos muy abiertos y admirados a Luzbel. Gabriel y Rafael y su bondad innata, Ariel y Uriel, siempre guerreros y belicosos, siempre el uno pendiente de la otra. Y Camael. El Ángel de la Vida, siempre en todas partes, siempre atento a demasiadas cosas. Siempre dispuesto a molestar a Miguel y Luzbel, cuando se encontraban a escondidas en los lugares más oscuros del cielo.
Ah… y yo, claro. Segundo o décimo plano. Sin una función determinada, sin nada más que… yo misma.
Lariel. La Leona de Dios.
¿Y qué significa eso?

Significó una espada, de fuego como la de Uriel. Significó una armadura y unas alas blancas, una melena de azabache y una cierta sensación de soledad. Dejé que mi hermana Uriel me entrenase para combatir, serví bajo las órdenes de Miguel. Perdí – o gané – mucho tiempo jugando con Camael, escuché a Luzbel divagar durante horas. Siempre tan fascinante, tan… tenía tanto que decir.
Me gustaba la compañía de Remiel. El ángel de los ojos plácidos, la sonrisa fácil. Y también la de Azrael. Sus silencios hacían más fácil mi vida. Sin preguntas. Solo… solo paz.
Supongo que en eso consiste la muerte.
Yo entonces aún no lo sabía. Creía que la muerte no podría alcanzar a los inmortales. Nuestro nombre lo dice, ¿no? Inmortales. Eternos…
Así que me sentaba junto a Azrael a ver pasar las horas. Él solo se levantaba de vez en cuando, siempre en silencio, con sus alas negras como el ala de un cuervo enhiestas, las plumas erizadas. Solía acariciarme la cabeza o besarme en la frente antes de marchar a por otra alma destinada al otro mundo. Nunca dijo ni una palabra.
¿Es que acaso eran necesarias?
Luego vino lo de Lilith.

Nunca entendimos aquello. Uriel, Samyaza, Azazel y yo. Contemplando, dudando. Los ángeles femeninos del Cielo no comprendimos por qué era tan terrible que ella no quisiera supeditarse a él.
“Son humanos” dijo Luzbel, con tono de infinito desprecio. “Ellos no valen nada, y ellas tampoco. Son solo recipiente de esos seres de barro. Vosotras sois sangre angélica. Vosotras sois linaje inmortal”.
Nos consoló, al menos en parte. Samy y Azazel parecían descontentas, pero Uriel nunca se hizo demasiadas preguntas y yo… yo solo quería volver a la roca, practicar con la espada, mirar el horizonte con Azrael. Las palabras de Remiel, o incluso algún juego estúpido y maravilloso con Camael.
Pero no hubo más. Lilith fue desterrada y desapareció, y Padre y Luzbel comenzaron su disputa. Nunca acabamos de saber qué estaba ocurriendo allí, solo que quien pagó el precio de aquel desastre fue el corazón de Miguel.
“Enfréntate a los que se me han rebelado, tráeme a Luzbel encadenado y haz que vuelva a postrarse ante mí”.
Miguel jamás había desobedecido una orden de Padre… ¿cómo podría siquiera tocar una pluma de aquel al que amaba? ¿Cómo desobedecer a Padre? Le vimos partirse por la mitad en el mismo momento que partió a atrapar a su amante.
Me gustaría decir que fui con él, que luché a su lado. Que fui una buena hija y obedecí las órdenes de Padre, con la espada en la mano y el corazón en la batalla. Aunque también es lo último que querría decir.
Samy y Azazel habían partido con su amor a otra parte, huían de la guerra como de las plagas. Las encontré en una aldea humana, engalanadas como diosas, las alas enhiestas y orgullosas. Las manos de Azazel apoyadas en el vientre de Samy, un vientre hinchado y redondo.
“Los ángeles no pueden tener hijos” murmuró Azazel, con toda la dulzura del mundo. “Solo nacemos de la palabra de Padre. Pero los humanos… ah, los humanos son tan maravillosos”.
Quise irme. Quise huir de aquella blasfemia, recordando las palabras de desprecio de Luzbel, la prohibición de Padre de hacer daño a sus criaturas.
Salí de aquella tienda, aterrada y confusa, las alas vibrándome de puro miedo, de puro pavor. Y entonces tropecé contigo.
“¿Qué daño hay en esto?”
Ya no pude pensar otra cosa. Otra cosa que no fueran tus ojos y tus manos y el modo en que sonreías, el modo en que sonaba tu voz de madrugada y la forma de tus hombros a media luz. La suave curva de tu espalda, allí donde deberías haber tenido las alas.
Pero no había alas. Tu perfección no las necesitaba. Un cuerpo mortal… hasta que punto me aterraba tu fragilidad en las noches de vigilia. Hasta que punto temía perderte. Temía que nos encontrasen, que vinieran… temía todo y no temía nada, en esas largas noches en las que te cubría con mis alas y rogaba al Cielo que respetase mi pequeño instante de felicidad.
Samy y Azazel tuvieron muchos hijos en el tiempo que pasamos allí. Me miraban con cierta dulzura, con cierto orgullo de hermanas mayores. Incluso Camael se descolgó por nuestros dominios, aunque él no era constante; su presencia no duró. Pero sí la de muchos otros, que se cansaron de luchar en la guerra de Miguel y Luzbel. Que solo querían una vida de paz… y amor.
Enseñamos a los mortales. Las ciudades, la rueda, la agricultura, la escritora, la industria; todo vino de nuestras manos. Los mortales érais hermosos, con vuestra luz, vuestros ojos increíbles, el modo en que mirábais a las estrellas. ¿Cómo no amaros?
¿Cómo no amarte?
Y de pronto la guerra terminó. Padre nos llamó a todos a sus salones… y yo temí las represalias si no acudía. Te despedí con una caricia, callé tu preocupación con un beso y te prometí volver.
Y no volví.

Grigori, los llamaron. A todos los que no acudieron a los salones de Padre, a todos aquellos que eligieron quedarse en la Tierra con los mortales. Todos sufrieron el castigo… pero la ira de Padre fue destinada a Azazel y Samyaza, sus hijas predilectas. Desde su prisión, colgada en el Cinturón de Orión, encadenada con cadenas de pura energía, Samyaza gritó hasta perder la voz, se revolvió hasta dejar sus muñecas en carne viva, lloró hasta quedarse sin lágrimas mientras Azazel era torturada hasta la muerte. Gabriel, furioso, cumpliendo la palabra de Padre, cubrió cada centímetro de la marmórea piel de Azazel con piedras al rojo vivo, mientras ella gritaba en agonía, mientras Samy la llamaba desde el abismo en el que estaba condenada. Los gritos de Azazel se apagaron cuando ya solo sus ojos estaban visibles, cuando cada parte de su ser era solo agonía.
Y entonces, se extinguió.
Fue la primera vez que vi morir a un inmortal.
Nunca has visto nada así. De pronto no hay nada, de pronto el mundo entero se oscurece y un eclipse atrapa todo. Y el alma marcha.
¿Hay Cielo para nosotros?

Azrael apareció a mi lado. Me acarició la cabeza un segundo, me dirigió una mirada sesgada. “Lari” dijo, y nada más. Se arrodilló junto al cuerpo torturado de Azazel. Allí solo quedábamos Remiel y yo, y el eco de los gritos de Samyaza. Me parecía oír su llanto en el aire mismo.
Miguel estaba en los salones celestiales, descargando su espada contra todo lo que encontraba, tratando de acabar de destruir su corazón en ruinas. Luzbel se había ido para siempre.
Yo estaba allí. Cobarde, niña.
Gabriel estaba dando caza a los niños semimortales, a los nephilim.
Recuerdo que grité tu nombre. Recuerdo que de pronto fui consciente de lo que implicaba que Gabriel bajase a la Tierra, que alcanzase tu ciudad. Remiel y Azrael me miraron, entendiendo, sin entender. Remiel me acarició un segundo con sus alas antes de que yo alzase el vuelo, los ojos arrasados en lágrimas, el pecho ardiendo.
La espada de Uriel fue más rápida.
Cerré los ojos.
Un eclipse sobrevino al mundo.
No hay paraíso para quien no debiera morir.

Anoche soñé que era un ángel. Un ángel con alas blancas, un ángel con una cabellera negra y salvaje hasta la cintura. Anoche soñé que dejaba caer la espada a tus pies, que tus ojos se trataban con los míos una última vez. Anoche me dejé abrasar en tu mirada con tal de tener tus labios una vez más. Con tal de enredar tu cuerpo contra el mío durante un último segundo.
Anoche soñé que era un ángel, solo para ti. Anoche soñé que podría volar solo si tú quisieras ser mi razón para volver a la Tierra.
Anoche soñé que era un ángel.

Tu ángel.

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